Literatura & Psicología

31.3.20

La comida, los virus y el amor

Ayer se me quitó el hambre. Esto es rarísimo. Soy de esas gentes que siempre dicen "sí" a una invitación a un restaurante, a una fonda o a una cafetería donde haya tarta o baguettes, porque comer (y más si es con amena compañía) es la segunda cosa que más disfruto en el mundo después de la literatura. Luego, mi cuerpo me ha permitido, casi siempre, comer lo que quiera y no engordar, pero también puedo hacer mucho ejercicio sin ganar demasiada masa muscular. Tras algunas elevaciones de peso provocadas por embarazos y por el cortisol que me generaban mis maridos, volví sin demasiado esfuerzo a mis 48 kilos de siempre. Por eso en días de comer mucho, lo hago sin recato aunque soltando de vez en cuando alguna frase como ya no voy a caber en mi vestido, pero al final resulta que hasta he bajado. En días de comer poco el hambre se me acumula y cuando vuelvo a tener la mesa servida se me antoja hasta el mantel. Será que siempre he asociado la comida con el amor.

Estar con un hombre o una mujer en su cocina es, a veces, tan íntimo como estar en su alcoba, otras veces es como entrar a un útero protector, y si me hace de comer es para mí un acto supremo de amor. Un dulcecito de leche o un cacahuete es una caricia, y un plato de enchiladas fritas un largo abrazo.

Pero ayer no tenía hambre.

Y hoy desperté sin hambre.

Un día, hace siete años, también amanecí sin hambre. Vivía entonces en una casa pequeña, con un patio trasero donde se acumulaba el moho, cerca del río Santa Catarina, con un perro, un gato, un hombre, mi hijo y mi bebé recién nacida. Intentaba comer y la comida no tenía sabor, y me daba trabajo pasarla por el tubo digestivo como si este hubiera olvidado su función. Años después comprendí que, en realidad, este había sido un recurso de supervivencia: Perder de golpe el hambre en ese momento fue la manera en que mi cuerpo manifestó su rechazo a la casa donde vivía, al hombre con el que vivía, a la hipnosis en la que vivía. Y ahí empezó un largo camino de autosanación y conocimiento.

Ayer, después de varios días de incertidumbre, al fin pude hacer algunas compras suficientes para resguardarme, al menos por un tiempo; lo natural habría sido que llegando a casa me sirviera un buen plato de comida. En cambio, llegué sin hambre. Contrario a mi costumbre de cenar mucho y de pararme, además, a picotear frutas y pan en la madrugada, cené poquito y sin deseo.

Al despertar sentí el estómago vacío y un ligero mareo, pero mi cuerpo seguía rechazando los olores y texturas del alimento. Entonces mi hijo me preguntó por qué no había comido y le conté lo que sentía; él me dijo, con naturalidad, que esta era una reacción de mi cuerpo por el miedo a que la comida en la casa se acabara. Me pareció tan simple como acertada su interpretación. Pero esta vez, a diferencia de la reacción que había tenido hace años, no era un rechazo a lo que me rodeaba, sino un mecanismo protector para que lo que me rodeaba no se extinguiera. Mi niño, sin dejar de jugar Roblox, añadió: deberías comer, mami, si tú estás bien, nosotros estaremos bien. En ese momento me paré a prepararme un plato grande de frijoles negros con epazote y chile verde, y poco a poco los sabores comenzaron a volver.


* *

¿Cuáles serán los efectos a largo plazo de esta contingencia en nuestro organismo?, ¿qué cambios generará en nuestra manera de comer, de abrazar, de abrir la puerta?, ¿cuál será, ahora, nuestra relación con los espacios?





mvg, 24 / 03 / 2020
Fotografía: Mayra RedMontt, Barrio Antiguo, Monterrey.

1 comentario: