Literatura & Psicología

30.3.20

La ciudad flotante


Cuando veo mis fotografías del año pasado, en Italia, se me llenan los ojos de lágrimas. Mi mamá me decía, cuando era niña, que "las mujeres no lloran", me lo decía si me resbalaba al ir corriendo o, si por estar jugando con latas viejas, me cortaba algún dedo. Y tan bien aprendí a guardar el llanto que me costó muchos años ir abriendo de a poquito esos recipientes del cuerpo para liberarlo. Sé que ella esperaba que yo fuera una mujer fuerte. Si algo ha caracterizado a mi madre es su dureza para enfrentar la vida, nada parece tumbarla ni erosionar su carácter: lleva lo pétreo en su nombre. Pero yo soy un mar ondulante, un sol que a veces transita detrás de las nubes; con mi nombre, dicen mis padres, quisieron romper la tradición familiar.

No recuerdo ni un cachito de tiempo, del que pasé en Venecia, en que mi corazón no haya estado a punto de explotar de dicha. Igual me pasaría, meses después, en Boston, junto a la estatua de Poe, porque desde el final de mi infancia había soñado con caminar en la misma ciudad donde nació mi gran maestro literario, y en mi corazón le diría: ¿ves, mi amor?, cumplí mi promesa de venir a verte mientras nos alcanza el sueño de la muerte.

De las cosas que más recuerdo en Venecia es cuando Silvia me llevaba corriendo de la mano, entre los callejones y puentes, para alcanzar abierto el museo, la biblioteca, el teatro... Y cuando recorrimos varios puestos de máscaras buscando la que encarecidamente me había encargado mi hijo: la del médico de la peste. Ahora pienso en lo irónico de todo eso. Mi hijo desde hacía varios años tenía una fascinación por ese episodio de la historia europea. Y ya he dicho muchas veces que soy supersticiosa, aunque bien elijo mis supersticiones. Mi hijo tiene esta máscara cerca de su cama y yo imagino que es como un talismán que aleja la enfermedad y el dolor. ¿Sabías que el médico de la peste se llevaba a los niños enfermos a una isla?, me dice mi hijo; pero aquí el médico eres tú, le respondo.

Cuando recién le había traído el disfraz lo usó varias veces para salir a la calle y aunque ninguno de quienes lo vieron reconoció al personaje, a todos causó fascinación. Debía ser lo extraña que resultaba esa figura negra enmascarada, rompiendo la normalidad del paisaje regio.

Pienso en todo eso, pienso en los días templados y húmedos que pasé en Italia, y en esa sombra que recorre ahora sus ciudades, que ha cruzado el Atlántico, que ha pasado también esta frontera. Pienso en mis amigas que están allá, reconstruyo en mi mente los espacios de sus casas, el olor del café expreso y del oporto, la textura de las paredes, el crujido suave del vaporetto, la largura del alerce y la sinuosidad del laberinto. El abrazo fuerte de la madre de Silvia. Las risas y los ojos intensos de las mujeres en la plaza San Marcos. Y algo como un alambre me cruza por dentro del pecho. Un estrépito que no puedo traducir en palabras. El amor con el que me recibieron. El amor que me traje en las manos. Miis manos que ahora no pueden tocar lo que antes tocaban. Y el ruido de la calle sube por las escaleras hasta empujar mi puerta, como el golpe de unos nudillos contra la madera. Es acaso esa sombra con su túnica flotante, su mirada vacía. Y yo solo tengo esos fragmentos de belleza dispersos en mis pupilas.


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