De lo ordinario, el amor y la memoria
Cuando comencé a ejercer la psicoterapia no me asumí
como jungiana porque, aunque estaba enamorada de sus postulados, realmente no
tenía conocimientos profundos de esta teoría. Todo lo que vi sobre Carl Gustav
Jung en la universidad fue un miserable capítulo del libro Teorías de la
personalidad de Dicaprio (no el actor de cine, por supuesto) que, sin embargo,
fue suficiente para que me enamorara de él. Corrí con mis dieciocho o
diecinueve años a las librerías de Tampico buscando sus libros, como era de
esperarse no los encontré. Fue hasta algunos años después de graduada cuando
por fin leí Lo inconsciente, en la vida psíquica normal y patológica, pero lo
verdaderamente revelador fue cuando hallé su autobiografía Recuerdos, sueños,
pensamientos: no exponía un método, sino la descripción minuciosa y detallada
de las experiencias personales que le habían servido para construir su teoría.
Siempre había tenido una disposición peculiar
para entrar al mundo de los sueños, así que comencé a usar mi propia mente como
laboratorio. Ponerme intencionalmente en estados hipnagógicos
(o sea, entre la vigilia y el sueño) me resultó bastante fácil. Jung no decía
en su libro cómo hacerlo, simplemente describía sus propios sueños. Mas, como
desde la infancia yo parecía tener esta “habilidad”, quise por primera vez en
mi vida usarla voluntariamente.
La visión más extraña que tuve ocurrió una
mañana en la que, tras haber iniciado este ejercicio en mi recámara, vi abrirse
la puerta. Un hombre alto y pálido entró. Su cabello castaño oscuro
caía hasta sus hombros, usaba una gabardina negra abotonada hasta el cuello;
lentamente se aproximó a mi cama y me tendió una mano hacia el rosto. Tenía en
la palma un polvo amarillento. “Bebe –me dijo–, es éter”. En ese momento la
visión se evaporó y quedé de nuevo sola. La puerta,
claro, tan quieta como un ataúd (y aquí verán ustedes la razón por la cual
nunca me animé a probar ácidos, ni hongos, ni nada parecido). Durante años me he
preguntado sobre el significado de ese evento psíquico, le he dado varias
interpretaciones, pero no he quedado satisfecha.
Los contenidos del inconsciente son demasiado
complejos para poder confrontarse con palabras, solo se pueden resolver con
imágenes, según Jung. Ni siquiera con las proyecciones mentales que era capaz
de generar en esa época me detuve a reflexionar sobre esto. Lo hice hoy (¿cómo
es que no lo vi antes?) al asociarlo con mi afición por el dibujo.
Desde pequeña pasaba gran parte de mi tiempo
dibujando. No lo hacía con la pretensión de ser artista, era una necesidad, una
compulsión casi tan aguda como la de leer. Si no dibujaba no podía concentrarme
en una clase (mis profesores darán fe de ello) ni podía planear nada. Continué
haciéndolo hasta que en una consulta le mostré algunos dibujos a mi psiquiatra,
este me dijo que “no eran más que caricaturas”. Él pensó, de hecho, que yo me
drogaba por el tipo de imágenes que plasmaba.
No sabía por entonces si continuar ejerciendo
la psicoterapia o si era posible ver la literatura como un “trabajo”. Lo cierto
es que, repentinamente, se me ocurrió la grandiosa idea de que invertir mi
tiempo en dibujar me impediría desarrollar mi obra literaria. Rompí o eché a la
basura mis cuadros y me convencí de que había sido mi decisión consciente y
racional abandonar el dibujo “para siempre”. Unos 7 u 8 años después, cuando me
embaracé de mi segunda hija, tuve (tan espontáneamente como la había
abandonado) la necesidad de regresar a mi pluma y ya no pude volver a soltarla.
Desde la semana pasada he estado trabajando con el
carboncillo y de pronto sentí que necesitaba releer a Jung. A lo largo de los
días fui recordando mis antiguos experimentos psíquicos, mis dibujos, mis
pesadillas recurrentes, mi consulta con el psiquiatra… y, ¡ah!, me di cuenta de
que ¡esos años en los que no dibujé mi psique se desestructuró en gran medida!,
en esos años me relacioné con gente que me lastimó, me aficioné a la bebida,
lesioné mi cuerpo, me volví incapaz de llevar mi existencia en casi todos sus
aspectos. Hasta que decidí ser madre fui capaz de detener el tren
autodestructivo y de comenzar a construir en la luz. Pero el daño estaba hecho.
Una parte de mí se sentía deprimida y vulnerable a pesar de que mi hijo le
había dado sentido a mi vida. Fue necesaria una experiencia aún más abrumadora
que la que había pasado antes para que, durante mi segundo embarazo, fuera
inevitable volver a dibujar.
Ahora veo que dejar el dibujo no fue nunca una
decisión consciente, fue un abandono de mí misma ante aquel comentario que mi
mente percibió como agresión. ¿Por qué? No creo que haya habido ninguna mala intención detrás de la frase, la atribuyo más al descuido, al impulso quizá. Quisiera hacer hincapié en que la comunicación es dinámica, no depende completamente del emisor (aunque en el contexto terapéutico sí recae sobre él un peso significativamente mayor), sino también del filtro con que lo recibe el otro. Esta era, más bien, una instigación para que
me metiera a un taller de pintura o qué sé yo, sin embargo algo en sus palabras
se tradujo en mi interior como un candado psíquico que no me permitió seguir
dibujando. Algunas veces lo intenté sin mucho resultado. El pensamiento que me
venía era que “nunca lo volvería a hacer”.
¿Es que mi psiquiatra encarnó, sin querer, un
arquetipo que me “robó” mi capacidad de expresarme con las manos y con los ojos?
Nunca, hasta esta noche, me había percatado de
lo importante que ha sido para mi salud mental expresarme a través de la
imagen. Si bien en la literatura he hecho una actividad profesional más
constante, esa otra necesidad visual, sensible, es parte indispensable de mi
análisis continuo. Y yo, sin autoanálisis, sin profundizar en mí misma
diariamente, no puedo entender a los demás, no alcanzo a transmitir lo que necesito en
lo que escribo y no puedo, por consecuencia, percibir a profundidad lo que
leo. Lo que digo sobre mí conlleva también una visión del otro. Abandonar el
dibujo me dejó desprovista de una herramienta de autoconocimiento y me atrevo a
pensar que, incluso, mutiló en cierta medida mi capacidad de expresar el amor
que sentía.
Más allá de la técnica, a través del
dibujo lo que he buscado es comprender mis heridas, sanar mi alma. Durante
muchos años creí que había estudiado psicología “por error” (hace un mes supe
que mi madre sigue pensando eso). Ahora veo que no. Que la psicoterapia es como
la poesía, no se circunscribe a una hora de consulta con la puerta cerrada,
sino que abarca la vida completa. Si uno es capaz de ejercerla con sensibilidad
e inteligencia, se mantendrá en constante análisis y crecimiento interior; eso
no nos librará de las heridas, sino que nos ayudará a escarbar nuestro lado más
profundo.
Siguiendo a Jung, solo el que ha sido herido puede
sanar a otros.
Imagen: "mamá", por mi hija Morgana Constantino; pluma sobre hoja de cuaderno.
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