Publicado en La Razon, diciembre de 2015
Esto no es un simple buen
deseo de temporada decembrina. Esto es una confesión, una forma de decir
gracias y al mismo tiempo decir discúlpenme. Gracias porque a pesar de que, con
los años, esta columna se ha vuelto itinerante (mudándose de días como un barco
de puerto), no he dejado de ser acogida con hospitalidad en estas páginas ni de
ser albergada entre rostros y manos. Con frecuencia recibo comentarios y
referencias de gente bienintencionada que alguna frase valiosa se ha encontrado
por aquí; discúlpenme porque a menudo el tiempo me ha atrapado en su salvaje
canibalismo y no he aterrizado todos los temas que me pasan por la mente ni
profundizado en otros tanto como quisiera.
Este ha sido, para mí al
menos, un año de oscuridad, de aprendizaje duro, porque he perdido seres amados
y he llorado ante revelaciones personales que me han mostrado, a veces, el lado
menos agradable de la vida. Pero con todos estos reveses también he reafirmado
la bendición de tener amigos, de tener familia y de tener lectores, claro, pues
¿no es más sabrosa la escritura cuando hay otro que me reverbera?
En mi oficio cotidiano me he
acostumbrado a halar los bordes elásticos de los minutos, para que en ellos sea
posible hacer libros, abrazar niños, escarbarme el alma, dibujar al carbón,
caminar calles interminables y esperar paquetes que llegan desde países lejanos
y fríos hasta mi puerta.
Pero he aquí que el señor
Cronos suele ser despiadado, se devora a sí mismo, segundo a segundo, y cuando
llegan esos instantes raros y mágicos en los que aparentemente saciado pausa sus
pasos y yo me siento frente a la mesa, con la tranquilidad de los deberes
cumplidos, con todas las deudas pagadas y con la casa en completa calma, ¡zaz!,
se me rompe el cargador de mi laptop, se despierta a gritos un bebé, o arriban
felices y cantarinos los virus a hacer de las suyas en mi nariz. Supongo que
esta es la sal de mi existencia, la búsqueda continua de ese estado de perfecta
quietud imposible.
Finalmente, dentro de esta
madeja de horas me reconozco humana, simple, imperfecta, esquivando apenas las
fauces del hambriento predador cósmico para escribir esta columna, cada vez con
el anhelo de que la próxima ocasión lo haré con “más tiempo”.
Por ahora quiero hacer a un
lado la tristeza de los malos días y la justificada ira por las injusticias,
los duelos, las falsedades, no porque
dejen de importarme sino porque necesito darle también espacio a la esperanza,
a la gratitud y a la belleza.
Así sea, para ti y para mí.
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