Mi abuela Eusebia me enseñó, cuando era niña, que el maíz es la carne de Dios; algunas veces cuando echaba las tortillas me lo decía, así como me contaba historias sobre nahuales y ovnis, después de moler cacao o ajonjolí, hincada con el metate.
A ella le escribí mi primer poema cuando tenía seis o siete años, en una hojita de la que no hay más testimonio que mi memoria; a mi abuela dediqué mi primer libro y a ella dedico en mi interior muchas de mis presentaciones literarias, porque me queda claro que lo que más ha querido en la vida es vernos felices a sus hijos y a sus nietos.
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Sé que cuando la sabiduría de la Naturaleza decida llevársela en su seno irá con el alma en paz, como corresponde a una mujer que ha sembrado luz y que ha entregado amor a raudales, con los brazos abiertos. También sé que le he expresado mi amor, de todas las formas que me fueron posibles, y que ella sabe en su lecho, ahora mismo, cuánto la amo; no lo ha dudado ni por un instante, porque me conoce, porque me siente, porque aunque no siempre me tenga físicamente puede tocar mi corazón y escuchar su latido, porque es la gran madre, la anciana sabia, la brújula del hogar.
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No hay deudas ni cadenas que nos aten, abuela. Hay quienes creen que pueden compensar sus vacíos con un par de visitas. ¿Nos hace eso mejores seres humanos?, ¿cuántos se ocuparon antes de tejer sonrisas en tu rostro, de besar tus manos llenas de pliegues, de alimentar tus mañanas con un abrazo? Qué no venga nadie ahora a decirme que no hemos estado, la una para la otra, hablando nuestro lenguaje secreto de cariño y pasión que nada tienen qué ver con mezquinas valoraciones sentimentales.
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Estrecho la mano de mi alma a quienes han tejido pétalos suaves para ti, a quienes han sido dulces y agradecidos y amables contigo en tus días claros y en tus días grises.
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Tú me enseñaste, abuela, que la vida es para amar en vida, que a la gente que se quiere se le tiene presente todos los días del año, más allá de lo material, porque el amor genuino y elevado, ese que nos hace permanecer en el mundo con dignidad e irnos con satisfacción, no se puede comprar ni alquilar. Si sonrío diariamente, aun con el corazón roto, es porque tú me enseñaste lo fuerte que es la voluntad humana. Cuando algo me dolía y me quejaba, tú me decías "aguántate como las mujeres", porque tú creías que el dolor no debía tumbarnos, sino llevarse como una señal de que estamos vivas y de que hemos amado.
Escribí esta nota el 23 de octubre, dos días antes de que la Madre Tierra recibiera en su seno el cuerpo de mi abuela Eusebia.
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