Publicado en La Razón. Tampico, Tamaulipas, viernes 30 de octubre de 2015
Estoy sentada, cerca de la
puerta, en la casa de mis padres. Y pienso en mi abuela Eusebia, en sus manos
milagrosas que molían el cacao en el metate y que acariciaban mi cabello en la hora
más perfumada del año. Toda mi niñez cabe en el delgado hilo de luz que araña
la ventana y en el airecito tibio de un otoño que se resiste a ser frío.
Quizá a ustedes no les
interese demasiado aquel camino de flores con el que de niña llamaba a las
ánimas hasta el altar; tal vez prefieran leer sobre política, recibir un buen
consejo doméstico o las últimas noticias de deportes. Lo siento, no es la
página adecuada. Aquí solo hablaré hoy de mi nostalgia y nadie está obligado a
quedarse. Pero si alguno de ustedes ha sentido un gran amor hacia la tierra, si
ha disfrutado de los cálidos abrazos de alguien que ahora reside en la noche
oscura y profunda de la memoria o si tiene una abuela maravillosa como la mía,
capaz de reinventar el mundo con un plato de mondongo, una historia sobre nahuales o un muñequito
cosido a mano, entonces acaso comparta esta melancolía por el noviembre que ya
nos alcanza.
Día de muertos. Demasiada
sangre se ha sembrado en mi país. A menudo no solo nos han robado la vida,
también nos han robado la muerte, porque muchos son aquellos que no tienen una
tumba a donde llevarles flores a sus difuntos y muchos, también, los que han
perdido el rumbo de su casa. ¿Qué podrían significar ahora una calavera de
azúcar o una pieza de pan? Memoria, eso es lo que respondería; memoria y
esperanza. Un retorno a la médula de esta tradición ancestral: tener rostro y
corazón, un lazo de identidad con mis hermanos y el recuerdo amoroso de los que
se han ido.
Las ciudades cada vez más
grandes van devorando el paisaje antiguo. Sé que no puedo evitarlo, pero nada
podrá derribar los árboles del pensamiento mientras exista la necesidad de
recordar. Esa es la enseñanza milenaria. Nada podrá arrebatarme la sensación
del último abrazo de mi anciana sabia, la matriarca, la dueña del saber de la
tierra, como son las abuelas cuando han comprendido el ciclo de la
vida-muerte-vida y nos transmiten su legado.
Mi abuela me enseñó a amar
el día de muertos, a servir ofrendas envueltas con el olor denso del copal y a sentir
que la gente querida está siempre con nosotros. Eso es lo que pienso ahora, eso
mientras la flama de un cirio aletea y el viento barre sobre las calles las últimas
hojas de octubre.
Precioso texto Mar y Sol...
ResponderEliminarGracias, amiga linda.
EliminarNostalgia y añoranza Marisol, así siento también al recordar a mi abuela y y aquellas velas de cera que representaban cada una a sus difuntos. Me quedo con ese sentimiento al leer las letras que nos compartes. Gracias por esta entrega de recuerdos!
ResponderEliminarNos une esta sensibilidad y la memoria. Abrazo.
EliminarMe encanta. Yo tuve una abuela guerrera y sabia que olía a capulín y a rebozo de Santa María. Una mujer que hacía tortillas a mano de maíz azul renegrido, casi morado, y que a mí me sabían a cielo, si es que el cielo tiene sabor. Mi abuela torteaba mientras tejía con sus palabras las historias de su pueblo. Tu texto me ha llevado de la mano de tu abuela a las manos de la mía. Besos
ResponderEliminarBesos siempre, mi querida amiga.
EliminarFelicitaciones Marisol, me quede hasta el final leyendo tus palabras que tocan mi alma. te abrazo, comparto tu publicación.
ResponderEliminarTe abrazo también, gracias por la lectura.
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