Publicado en La Razón. Viernes 27 de marzo de 2015.
Una de las escenas que más
amo en El Quijote es cuando llega nuestro flagrante caballero a un punto de su
recién iniciada travesía donde debe decidir el camino a tomar. Como no acaba
por saber a dónde ir le suelta las riendas a su fiel Rocinante y el animal,
tranquilamente, se vuelve en dirección a su casa.
El caballo, como elemento
que simboliza el instinto, manifiesta lo que todos nosotros íntimamente
deseamos: estar en nuestro hogar. Si analizamos esta imagen, de manera
profunda, nos daremos cuenta de que este “hogar” no necesariamente es el sitio
donde estamos viviendo. De hecho, en bastantes ocasiones, el hogar, el lugar
anhelado por la persona, tiene muy poco que ver con la casa o la ciudad
(incluso la época) donde ha crecido. ¿No hemos tenido claros ejemplos
de niños que parecían haber llegado a la familia “equivocada”?
Me refiero a que nuestros
gustos, intereses y deseos más genuinos pueden, a veces, no corresponder con
las expectativas de quienes nos rodean, o es posible que nuestro lugar
preferido en el mundo se encuentre a una gran distancia del sitio donde se
supone que debemos estar. Pero el instinto, nuestro Rocinante psíquico, siempre
sabe a dónde ir, si un niño quiere música va a bailar, si quiere diseñar
aparatos desatornillará sus juguetes, si quiere movimiento correrá y
saltará todo el tiempo.
Si los padres, los
profesores y en general, los adultos que rodeamos al pequeño, somos lo
suficientemente atentos y sensibles a sus inclinaciones, podremos irlo ayudando
a encontrar poco a poco ese camino que lo llevará a su hogar, el cual puede ser
un escenario, una ingeniería o una pista de maratón. Esos impulsos vistos a
menudo como “destructivos” suelen ser, en realidad, indicadores de lo que un
niño necesita “ser”. Si nos ocupáramos
en orientar positivamente esa energía en vez de restringirla, creyendo que un
chico bien portado es el que obedece sin cuestionarnos, sería más probable que
llegase a ser un adulto funcional. No sólo dentro del canon social, sino para
sí mismo.
Uno de los desatinos que
observo dentro de los programas educativos mexicanos es la poca o nula
importancia que se les concede a las artes, la filosofía y la ciencia,
disciplinas que pueden reforzar el autodescubrimiento. Ahora, las escuelas de
tiempo completo aparentemente atienden algunos de estos aspectos, sin embargo,
¿qué tan capacitados (y emocionados, pues no creo que se pueda transmitir algo
significativo si no hay una dosis de pasión) están los profesores para hacerlo?
Acúsenme de optimista, pero
no dejaré de pensar que es posible que hallemos juntos el camino a casa.
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