Publicado en La Razón. Tampico, Tamaulipas, jueves 5 de marzo de 2015.
Innumerables veces he oído
aquello de que “la obra del escritor se construye en soledad”. Y estoy totalmente
de acuerdo. La soledad es el caldo de cultivo de la escritura y, en general, de
todo acto creativo. Crear, del latín “creare”, significa producir algo donde
antes no había nada. Uno ha de escucharse a sí mismo a la hora de ponerse a
construir, y por lo tanto, estar al margen de los otros.
Sin embargo, casi tan a
menudo como dicha premisa, también he escuchado que la gente interpreta esta
soledad como un espacio necesariamente físico. He visto a colegas de oficio
separar su vida doméstica de sus tiempos exclusivos para escribir y, en algunos
casos extremos, hacer lo posible por no tener una vida doméstica. Respeto y
entiendo esa postura. Con lo que no voy de acuerdo es que la “única” manera de
ser creativo sea poniéndole llave a la recámara o desconectando el teléfono.
Marguerite Duras dice: “La
soledad no se encuentra, se hace”. Por supuesto, podemos hacernos un lugar
específico, en nuestra habitación o en la cima de una montaña. Sé que hay quien
necesita cerrar la puerta de su alcoba, con un letrero de “no tocar durante las
próximas seis o veinte horas” o quien tiene un rito indispensable. Truman Capote, por ejemplo, alguna vez dijo: “Soy un
autor absolutamente horizontal. No puedo pensar hasta que no estoy tumbado, ya
sea en la cama o en un sofá, con un cigarrillo y un café a mano”.
De allí que algunos piensen
que en un espacio donde hay niños, gatos o un televisor prendido es “imposible”
escribir algo valioso. Y estos mismos, a veces, caen en la absurda tentación de anticipar el
valor de una obra literaria de acuerdo al grado de alienación o de “normalidad”
que tenga el escritor: dan por sentado que si vive acompañado por una familia o
que si tiene un trabajo “convencional”, segurito escribe basura. En cambio, si
lleva una “vida de intelectual” (cualquier cosa que esto les signifique) sus
letras han de ser superlativas.
Yo pienso que el germen del
arte no está, sustancialmente, en el entorno, sino en nuestra capacidad para
mirar y transfigurar la experiencia. Esa necesaria soledad del acto creativo es
más un estado mental y emocional que un espacio físico. No siempre podemos, por
nuestra dinámica laboral o personal, encerrarnos en la recámara tres días. Y
aun así escribimos. Y aun así dibujamos o pintamos o (rellena aquí el espacio
con la actividad que gustes). Claro, en algún momento tendremos esos lugares libres
de interrupciones y en completa relajación, pero el resto del tiempo, cuando
tengamos al gato trepado en la espalda y a los hijos jugando debajo de la mesa
y la olla con sopa rezumando vapor, aun así, estaremos solos y escucharemos la
voz interior y escribiremos.
Imagen: Dan Witz. Tomado de la red.
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