Publicado en La Razón. Tampico, Tamaulipas.
En cierta ocasión, cuando
era niña, alguien de mi familia me dijo –creyendo darme una sabia revelación–
que “aunque no fuera una mujer hermosa tenía otras cualidades”. Corrí al
espejo. ¿Qué estaba mal en mí? Nunca antes se me había ocurrido que no fuera
hermosa. Mi tono de piel, la textura de mi pelo, la forma de mis cejas, me
parecían de lo más bello, pero sobre todo, de lo más mío. Esa era yo y me
gustaba ser yo.
Cuando llegué a la pubertad,
no me faltaron mensajeros, bienintencionados o nefastos, que quisieron
convencerme de que, en efecto, había algo mal en mi cuerpo: faltan carnes, sobra
fleco, demasiada nariz… “pero, en cambio, eres inteligente”, ¿o sea que la
inteligencia y las buenas cualidades eran contrarias a la belleza del cuerpo? Hubo
momentos en que caí en la trampa. Algo iba mal en esa apariencia flacucha –a
principios de los noventa no se había impuesto el cánon anoréxico–, para mi
desgracia por más tacos que comía no acumulaba ni tantita grasa extra.
Por suerte, heredé la
terquedad de mi madre, y la publicidad que promovía un restringido tipo de
belleza femenina no logró convencerme. Esa misma terquedad me llevó a ser
escritora aunque todas las personas sensatas a mi alrededor me previnieron
sobre lo inconveniente del arte y lo grandioso que sería, por ejemplo, convertirme en
profesora de primaria.
Con los años mi cuerpo me
mostró su gran capacidad para sentir placer y su maravillosa facilidad para
regenerarse; los duelos del crecimiento y del desgaste, el dolor de parto y las
cicatrices. Y, aunque he tenido momentos de vulnerabilidad, no cedo a la
presión mediática de someter mi apariencia –ni mis placeres– a los dictados de
la globalización, sino a los de mi naturaleza más profunda. Hay tantos cuerpos
en el mundo como formas de apreciar lo bello y maneras de disfrutarnos.
Hay algo que, en mi ejercicio como psicóloga siempre me sorprendió: la poca importancia que el grueso de las teorías psicológicas le otorgan al cuerpo, especificamente al de la mujer, como si existiera un complot para aplastar su simbología y reducir su vitalidad. Nuestro cuerpo, a menudo tan incomprendido y negado, se relaciona estrechamente
con la identidad: el reconocimiento del Yo femenino.
Uno de los teóricos que más le
abonó a la sociedad occidental otro siglo de misoginia y de insatisfacción
sexual de las mujeres fue Sigmund Freud. Aun con la brecha que le abrió dentro
de las ciencias al estudio del inconsciente, reveló una profunda incapacidad
para comprender la psique femenina, al grado de decir barbaridades como que el
placer de la mujer adulta “debía” ceder su trono del clítoris a la vagina. De allí que la pobre Marie Bonaparte se pusiera a remover quirúrjicamente su clìtoris cuando lo que tenía que hacer para alcanzar el orgasmo era cambiar de posición en la cama. ¡No
imagino a una mujer del siglo XXI siguiendo al pie de la letra sus enseñanzas
caducas!
Carl Gustav Jung nos ofreció un psicoanálisis mucho más complejo que el de su frustrado maestro, en el que pugna
por la integridad de nuestros componentes masculinos y femeninos para formar a
un individuo; no solo el ego "civilizado", sino esa parte interior, oscura, “salvaje”.
¿Cómo logramos esa revelación? Desnudar el Yo no es tan difícil como la sociedad –y sus teóricos– nos han acostumbrado a creer, sólo que este sentido se ha extraviado entre tantos placebos, intelectualizaciones y propagandas que inhiben nuestra necesidad de búsqueda interior para responder esas viejas cuestiones: ¿quién soy?, ¿qué es lo que realmente deseo?, ¿qué parte de mí necesita morir para que nazca otra nueva?
A la enigmática pregunta
freudiana, ¿qué quiere una mujer?, aventuro una respuesta: en vez de lapidar
sus instintos con tanta teoría machista y corta de vista, con tanta publicidad para adelgazar y ocultarse las estrias, que la dejen pensar, sentir, danzar, liberar
su Yo salvaje.
Fotografìas: Visibilizar, mvg.
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