Publicado en La Razón. Tampico, Tamaulipas, jueves 8 de enero de 2014.
Hemos comprendido mal nuestra naturaleza. Nuestra educación
se basa, esencialmente, en frenar la espontaneidad y la impulsiva curiosidad de
los niños, acusándolos de ser bestezuelas a las que hay que someter. En
realidad son los adultos los que se portan como bestias salvajes, repetitivas,
adaptadas a patrones genéticos milenarios, desesperadas por censurar las
herramientas que la evolución ha dispuesto para generar el progreso: el juego y
la experimentación.
Jugar, indagar, investigar, corresponde, según un enfoque
evolucionista, a las especies con más capacidad de aprendizaje y de adaptación –léase, especialmente humanos–. Los
animales primitivos tienden a ser repetitivos,
tienen poca curiosidad por el mundo y se especializan en un modo único de vida.
Basta con que observemos a una lombriz o a un atún, no son muy creativos que
digamos. Incluso las hormigas, insectos con una compleja inteligencia
colectiva, capaces de crear sofisticadas “viviendas” con sus propios campos
para cultivar, con sus cámaras de aire y “guarderías”, llevan milenios
construyendo sus hormigueros esencialmente de la misma forma. Las ciudades
humanas, en cambio, en solo doscientos años se han transformado de manera
radical.
Nuestro poderoso cerebro
humano muestra todo su esplendor en sus primeros años, jugando, buscando,
curioseando, absorbiendo colores, lenguajes y formas, pero de inmediato la
bestia involutiva que todo ser civilizado lleva dentro intenta contener estas
tendencias en los nuevos miembros de su familia, para "integrarlos" a
la sociedad.
Los seres humanos que
generan logros dentro de los campos de la ciencia, la tecnología y el arte son
aquellos que, en buena medida, han logrado mantener su espíritu explorador
sobre estas restricciones salvajes.
¿Quiero decir con esto que no hay que ponerles reglas y
límites a los niños? Todo lo contrario, la disciplina es necesaria, pero dichas
reglas no deben censurar el impulso investigador ni encaminarse a uniformar las
mentes. Hay mucho por plantearnos, desde diversos ángulos, lo primero es echar
a andar el engranaje del pensamiento, no aceptar las cosas como definitivas,
somos una especie en formación y no el súmmum evolutivo, como es la tramposa
idea que nos vendemos unos a otros.
El gran logro de la
educación se dará cuando seamos capaces de equilibrar nuestra innata curiosidad
con la estabilidad, y se canalice la energía lúdica de los más pequeños en un
ambiente, dado por los adultos, que al mismo tiempo proporcione libertad y
seguridad.
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