Con seis centímetros de dilatación, después de siete horas sintiendo de a poco y por
primera vez aquel dolor que, había oído decir, es el más terrible que existe, entré
a la sala de expulsión. Empujaba mi silla de ruedas una enfermera vivaracha, de
cofia blanquísima y cintura breve (me había aficionado a calcular mentalmente
el diámetro de cuanta barriga me pasaba por enfrente), apúrale, me instaba a
firmar un papel, algo sobre transfusiones de sangre, apúrale, que nace tu bebé.
Los
gritos de las parturientas lo inundaban todo, las paredes, el techo, las
sábanas, el aire. Sobre la aséptica puerta de vidrio se me antojó ver un
letrero a guisa de aquel visto alguna vez por Dante “Oh vosotras las que
entráis, abandonad toda esperanza”. Aunque esperanza era la palabra más
acuciada en aquella hora. ¿Que esperaban esas pobres almas?, abrazar al renacuajo
que habría por fin de abandonar la entraña o, simplemente, que escampara la
tormenta de contracciones. No por nada, entre los mexicas, las mujeres que morían
de parto merecían tanto honor como los guerreros caídos en combate; pero, en
ese momento, lo que menos me importaba era viajar a la casa del Sol y morar en
el poniente. ¿Me uniría también a esa sinfonía de chillidos?, no, no, ni que
fuera tan especial, acaso no sería mi dolor igual al de mi madre, al de sus hermanas,
al de muchas antes que yo. La voz de mi abuela Eusebia emergía desde una
dimensión oscura, aguántate como las mujeres.
El
pasillo era una larga cordillera de camas y cortinas; tubos escindiendo el
espacio con un goteo intermitente; cabezas coronando entre muslos ennegrecidos.
Escalpelos. Agua. El tintineo de una campana. ¿Por qué un hecho tan natural,
tan simple, debía rodearse por aquella parafernalia quirúrgica? ¿No deberíamos
parir en nuestra casa con la misma tranquilidad que horneamos un pan? Al menos
no estaba hincada sobre un petate, con un hilo de agave amarrado arriba del
vientre.
Abuela,
¿cómo le hace una para parir siete veces?
Aquí
las fronteras del Yo se disuelven. Una se convierte en un cuerpo, nada más que
un cuerpo donde convergen uñas ajenas y miradas; el cuerpo da paso al objeto, materia
pura derramando licores ácidos y verdes.
Me
duele, dije, al fin. Algo tenía que decir. Lo sé, lo sé, respondió
rutinariamente, con voz dulcísima una muchacha de ojos verdes mientras me
colocaba el catéter en la vena.
Me encantó como todo lo que escribes. Un abrazo eterno. :)
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