De lo ordinario, el amor y la memoria
Enfrentarse
al espejo. No puedo imaginar nada más terrible para una mujer. El espejo. He
pasado tantas horas hablándole a esa pulida superficie por donde se deslizan mis
sueños. Ese ojo cuadrado, mercurial, el único que me ha visto desnuda, de veras
desnuda. Porque una nunca se queda realmente en cueros frente al esposo, ni
frente al amante, ni frente a nadie. Una sume la panza, se para derecha,
procura acomodarse en el mejor ángulo de la luz, se cubre con la mano izquierda
–casi en automático– aquella cicatriz, ese conglomerado de células hinchadas,
aquel golpe que no ha podido borrarse de la piel desde que nos caímos de la
bicicleta a los siete años –o de un árbol de guayabas o del peldaño más alto de
alguna escalera.
Una
viene al empezar la mañana y se detiene allí ante la mirada inexpresiva del
verdugo, con un vestido azul y la cara húmeda, todavía, por los últimos lagrimeos
del despertar. Y sí, ahí sigue la pequeña línea oblicua al párpado, descubierta
el día anterior; ahí las bolsas que sostienen los insomnios; ahí el mapa
completo de nuestra memoria, el primer beso, las huellas de inviernos lejanos, todas
las contracciones del amor.
Vemos, quizá, de reojo, el espacio en la
cama donde ha dormido el hombre, el
hueco dejado por el peso de su cuerpo, y nuestra propia silueta dibujada entre
las sábanas. Ese vacío nos incomoda, algo de nosotras –sentimos– se ha
extraviado en un punto de la noche.
Qué razón tenía Kundera, el verdadero corpus delicti del amor no es el coito
sino dormir juntos. En realidad eso lo dijo Tomas, Tomás que no había dormido
con 200 mujeres, pero sí con Teresa. ¿Quién no tuvo entre sus manos esa edición
de bolsillo? No importa. El territorio del sueño, digo, es el único donde quedamos
expuestos, sin los ropajes de la civilización, desollados –casi.
No faltará quien me refute que esto sólo
puede pensarlo quien no ha tenido al mismo esposo por más de tres años
seguidos, que cuando llevas dos o tres décadas levantándote junto a un único
espécimen terminas conociéndole hasta las más insospechadas minucias, que ya
nada te sorprende. No hay misterios –no puede haberlos– entre dos personas que
se han acompañado en un hospital tras una operación de levantamiento de vejiga,
o que han pagado juntos la hipoteca de una casa, o que han ido ochocientos
domingos al cine. Pero no, no me dejo seducir por la idea de que un buen día ya
no me importará seguirle dando al espejo su lugar de
observador privilegiado que asiste al teatro de mi existencia.
He llegado a pensar que el espejo sabe más
de lo que me dice. Ve en mí más cosas de las que me revela. Él debe de saber,
por ejemplo, cuándo comenzó a marcarse cierto gesto vacilante en mi cara,
cierto ritmo en mi labio inferior cada vez que lloro por mi gata muerta o por
mis cuadernos perdidos. Ha de saber, incluso, lo que sucede con los aretes, alfilerillos,
tarjetas de crédito, la foto en blanco y negro de mi credencial, todos esos
pequeños objetos que he dejado bajo la almohada o encima del buró antes de
dormir y nunca más he vuelto a ver.
De niña estaba convencida de que el espejo
era una puerta, al otro lado había un mundo poblado por fantasmas, ellos se
alimentaban con mis palabras. Debía, entonces, cuidar lo que decía, lo que
pensaba, regalarles frases bellas, canciones, diálogos, o dejarían de ser. Parece
fácil, pero que un universo completo dependa de una puede significar grandes
dificultades, especialmente si sólo se tienen seis años.
Fui creciendo y conmigo crecieron los
fantasmas. Tenían nombres y hasta fechas de aniversario. En ocasiones
franqueaban la invisible barrera entre las dos dimensiones y me acompañaban,
afuera; principalmente en aquellos días tristes en los que mi casa
era demasiado ancha y a todos les daba por hablar un lenguaje extraño.
Un
día, el mundo de acá empezó a tener mayor peso y el de adentro del espejo se
fue perdiendo en una bruma densa y silenciosa. La puerta se cerró. Aunque, a
decir verdad, nunca supe bien de qué lado me quedé.
hacía mucho que no leía algo acerca del espejo...
ResponderEliminargracias Marisol,saludos!