Amo
a los gatos, aunque esto probablemente al lector no le interese, a menos,
claro, que también sea un amante de los felinos. Uno se siente meno solo en lo
que podría considerar extravagancias cuando encuentra a alguien más que
comparte sus gustos. Ello explica en buena parte por qué, actividades como el
futbol, pueden unir continentes enteros, a gentes de distintas condiciones y
razas (incluyendo aquellas que no saben jugarlo). Todos tenemos necesidad de
sentirnos acompañados; qué le vamos a hacer, somos entidades gregarias.
Así, el ser humano, luego de domesticar animales
con fines prácticos, comenzó a criarlos por el simple placer de su compañía; también,
para mantener ese lazo que inconscientemente nos une a la selva, al bosque, al
mar. Recordemos a Víctor Hugo: “Dios hizo el gato para
ofrecer al hombre el placer de acariciar un tigre”.
Los gustos suelen dividirse entre las dos especies de compañeros
domésticos más cotizadas en el mundo contemporáneo: gatos y perros (y mucho dice
esta preferencia sobre la personalidad de quienes prefieren a unos o a otros).
Existe una inclinación de varios escritores hacia los felinos. Recordemos a
Carlos Monsiváis o a Francisco Umbral. Será por su carácter solitario y su
ejercicio de la libertad (esa especie de cinismo bestial) que los gatos suelen
ser amados por muchos de quienes ejercemos las Letras.
Compañeros de las brujas medievales,
mensajeros de los dioses egipcios, símbolos de aquelarres y de divinidad. Amados
u odiados, rara vez vistos con indiferencia, algo en ellos perturba la mirada
del hombre civilizado; algo en ellos es un rescoldo del Paraíso, una rara
mezcla entre ternura y malicia. Estará de acuerdo conmigo quien haya visto a un
gato cazar un canario o un ratón, y luego echarse a retozar con el cuerpo
mutilado como si de una borla de estambre se tratara.
He vivido con felinos desde que tengo uso
de razón. Gatos y más gatos han acompañado mi sueño, han entibiado mi regazo,
han llenado de correrías y risas mi casa. Llevo un duelo por Morgana, una dulce
siamesa que recientemente dejó este mundo después de diez años de existencia, y
que es de todos, a quien más he amado.
Toda mi vida juré que nunca, de veras
nunca, tendría un perro. Siempre me
parecieron seres demasiado expuestos a la maldad humana, por esa bondad natural
que les brota de los ojos, y, por lo tanto, demasiado necesitados de aprobación
y cuidados. No sabía entonces la delicia que es recibir el beso de un canino,
esa humedad en la mano que expresa su gratitud (inmerecida) hacia quienes les
damos pan y techo.
Sí, amo a los gatos y ahora también amo a
los perros, gracias a D'Artacan, un cachorrito sabueso que es parte de mi
familia desde hace dos meses. Elegí su nombre, claro, por aquella serie ochentera, hispano-japonesa, “D'Artacan
y los tres mosqueperros”, una versión infantil de la célebre novela de Alejandro
Dumas, donde se narra la historia de D'Artagnan de Gascuña.
Mejores
personas seríamos, creo, si tomáramos del gato su sentido de la libertad y del
perro su lealtad; de ambos, la belleza sin máscaras ni prejuicios. Lo dijo bien
el filósofo Plotino: “El ser humano se encuentra a medio camino entre las
bestias y los dioses”.
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