Publicado en La Razón. Miércoles 25 de enero de 2012
Con el año nuevo a muchos nos da por hacer la limpieza y el reacomodo de nuestra casa (y de nuestra vida). Así se me ocurrió hacer un inventario de mi pequeña biblioteca personal y obtener de ello, quizá, un perfil de lo que soy (porque uno es lo que lee).
Es una biblioteca bastante modesta, un poco más de seiscientos volúmenes. Ni están todos los que he leído, ni he leído todos los que están, porque los libros, como los amigos, van y vienen por nuestro camino, y luego siguen sus propios rumbos dejándonos el aura de su compañía.
Después de un paciente diálogo con cada uno de estos camaradas de papel, hice algunos descubrimientos: de lo que más tengo libros no es de poesía (125), sino de narrativa (144); siguen, en cantidad, los de historia, antropología y arqueología (64); de ahí, tengo un surtido misceláneo que va más o menos así: ensayo literario, 10; criminología, 2; artículos y crónica, 9; gastronomía japonesa, 1; antologías de diversos géneros literarios, 19; manuales del cuidado del gato, 1; diccionarios, 10; biografías de escritores y pintores, 10; psicoanálisis, 7; artes plásticas, 16; física teórica, 13; psicología infantil, 10; literatura y gramática náhuatl, 14; literatura tének, 5; filosofía, 13; etcétera.
Lo cierto es que no hay en mi librero ni un solo título referente a esas cosas prácticas y cotidianas que le facilitan la existencia a las personas, algo así como Manual para reparar licuadoras o Diez consejos para el ama de casa de hoy. Supongo que no soy una criatura demasiado pragmática.
Lo confieso, tomé la idea de hacer este inventario del artículo de Augusto Monterroso “Cómo me deshice de quinientos libros” (publicado en Movimiento perpetuo, Mediasat group, 2001).
Me he dado cuenta de que durante los últimos dos años he recibido varios libros de obsequio, aunque aún no llego a ese punto que relata Monterroso: “La verdad es que en determinado momento de su vida o uno conoce demasiada gente (escritores), o a uno lo conoce demasiada gente (escritores), o uno se da cuenta de que le ha tocado vivir en una época en que se editan demasiados libros”, a esto, añade, que su afición por la lectura “se vino contaminando con el hábito de comprar libros. Hábito que en muchos casos termina confundiéndose tristemente con el primero”. Como si una persona se volviera más culta entre más libros tenga en su casa.
En el otro extremo de los bibliófilos, están quienes jamás comprarán un libro a menos que se los exijan en la escuela. Para la mayoría de las personas, según veo, los libros no son una auténtica necesidad. Criticar esta postura es cuestionable; ¿cómo pedirle a alguien que compre libros cuando apenas le alcanza para los requerimientos básicos?
Si como pueblo comprendiésemos el valor de la lectura en el desarrollo de nuestras habilidades intelectuales, podríamos evolucionar educativamente y disminuiríamos la cultura de la violencia.
La UNESCO ha declarado 2012, Año Internacional de la Lectura. Podría ser un buen motivo para comprar un libro. O ir a una biblioteca, donde leer es gratis. Además, las obras cada vez son más accesibles en formato electrónico (claro, en la red pululan publicaciones de todo tipo). Yo insisto, uno es lo que lee, y no sólo leemos letras; leemos rostros, paisajes, vivencias; leemos la vida misma (en este sentido nadie es analfabeta). Tal vez, entre tus cajones, aún esté aquel viejo libro que comenzaste a leer hace tiempo, que se quedó con la página doblada, esperándote.
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