La primera vez que vi a Carlos del Castillo fue en una lectura pública de poesía, en la Plaza de armas de Tampico, allá por 2006. Era un jovencito delgado y de mirada huidiza. Su voz pausada, detrás de un micrófono, me hizo pensar inevitablemente en lo fugaz, lo inaprensible, lo que se evapora.
Este muchacho que no había alcanzado la mayoría de edad transmitía en sus palabras la melancolía matizada de un alma vieja. Iris Arvizu –que por esas épocas me ayudaba en la dirección de mis guiones de teatro– fue quien me lo presentó. Los tres comenzamos a juntarnos de tarde en tarde con el propósito de hacer una revista literaria. Al cabo de unos meses, y habiéndosenos unido algunos otros colaboradores, vio la luz el primer número de Anábasis, profundidad infinita, revista de arte hecha a puño y tinta con nuestros sueños, que tuvo una breve permanencia en el puerto.
Por ese entonces Carlos había ganado un par de premios juveniles de Poesía en el estado y ya se perfilaba como una voz fuerte, de letras bien pulidas y algo así como cavilaciones lúdicas: entendido el hábito de jugar con el lenguaje, amasar las palabras para extraerles todos los significados posibles (y los que no).
A fines de 2007, compartí con Carlos las páginas de la antología Perros de agua, nuevas voces desde el sur de Tamaulipas (Ayuntamiento de Tampico / Miguel Ángel Porrúa), compilada por Sara Uribe y Liliana V. Blum. De ahí líneas como éstas: “la palabra polvo siempre ha de querer llamarse mar, así era en los principios / de la creación”; “qué desdichado el trabajo de esculpir letras de la incertidumbre, de lo mítico”.
Recientemente me enteré a través del Twitter de que Carlos del Castillo había ganado el Premio Regional de Poesía Carmen Alardín 2011, con el poemario El libro que no he escrito. De inmediato quise saber más acerca de su reciente obra y, después de algunos mails, aprovechamos el feliz acontecimiento para tomarnos un café. Al preguntarle su opinión sobre dicho estímulo, él responde: “haber ganado el premio significa […] asociar mi nombre a esa interiorización tristísima que he encontrado al leer a Carmen y a esa mujer con la que he tenido la oportunidad de charlar algunas veces de manera muy indirecta”.
En palabras de su autor, “este libro de poemas trata de abordar la negación de la escritura, aún en el No dejar de escribir”. El título está tomado de un diálogo de la novela de Marguerite Duras, “Destruir, dice”.
He tenido la fortuna de posar mis ojos en el texto aún inédito, aún oculto, hecho de silencios y símbolos que apuntan hacia lo imposible. Me parece ver en estos nuevos poemas a un escritor más maduro –si, como señala Francisco Umbral, llegar a la madurez no es llegar al orden, sino instalarse definitivamente en el caos. Aceptar el caos.
Al cuestionarle qué le diría a otros jóvenes que se inician, o quieren iniciarse, en el oficio literario, Carlos responde: “La Literatura, y especialmente la escritura, es un oficio celoso y controla el tiempo con una relatividad propia y única. La Literatura reorganiza los métodos de pensamiento, así como lo hace la Matemática o la Geometría, que es algo que con normalidad pasamos por hecho. Creo también que la Literatura no lleva un comportamiento proporcional a la edad del que lee, ni a la edad de quien escribe. La Literatura, la escritura, la lectura son procesos que se relacionan más con la imaginación. Sin embargo, si tuviese que decir algo a los jóvenes de ella diría que la lectura es el primer vehículo para acercarse a ésta. Que leer en voz alta un par de líneas, a veces, lleva a la implosión”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario