Publicado en La Razón. Tampico, Tamaulipas. Martes 8 de diciembre de 2009.
¿Hay mayor misterio que la generación de la Vida? Desde el nacimiento de la consciencia colectiva los seres humanos le hemos dado nombre al poder creador de Natura. Hallamos en el panteón de las civilizaciones antiguas una vasta gama de númenes asociados a la fertilidad y a los ciclos de siembra y cosecha; las más de las veces una entidad tiene diversas advocaciones o personificaciones.
La mujer es la portadora de este misterio. Su cuerpo es el puente entre el invisible mundo de lo increado y el mundo natural donde brotan los rostros. Esta capacidad reproductiva, a lo largo de los milenios, ha despertado en las sociedades fascinación, reverencia, temor e –incluso– odio. ¿No ha sido la mujer objeto de adoración y de escarnio, de deseo y de persecución?
Da testimonio de este primitivo asombro ante lo femenino la voluminosa Venus de Willendorf –llamada así por el lugar donde se encontró, cerca del Danubio, en Austria–, pequeña figura tallada en piedra, cuya edad se sitúa en el Paleolítico. El abdomen, los senos, los glúteos y la vulva son bastante prominentes, lo que nos remite a imágenes de la sexualidad, la maternidad y a la feracidad de la tierra.
La figura materna, protectora, sabia, está presente en todos los pueblos de la antigüedad. En Egipto se venera a Isis “madre de los dioses”. En Grecia se adora a Deméter, deidad terrestre y materna; los romanos la funden con Ceres. En Mesoamérica el culto a Tonantzin “nuestra madre” es uno de los más extendidos: se le asocia con Teteoian “madre de los dioses”; con Coatlicue “la de la falda de serpientes”, la gran paridora, síntesis de la vida y la muerte y, entre otras, con la deidad del maíz, Centéotl –se cita en el Diccionario de mitología náhuatl, de Cecilio A. Robelo, que esta última aparece en distintos documentos prehispánicos unas veces como mujer y otras como varón.
La efigie de Tonantzin está erguida en el corazón de México, en un altar de fuego y estrellas. Arde al centro de la Huasteca donde, año con año, se le sigue celebrando con la misma devoción de hace siglos. Tras la Conquista, esta diosa trasladaría su espiritualidad hacia Guadalupe, la virgen morena. Recordemos el xochipitzáhuatl, la invocación fervorosa a “Tonantzin Santa María”.
La figura de Guadalupe-Tonantzin es, en palabras de Octavio Paz, “la misteriosa conexión entre el mundo precolombino y el cristianismo […..] La virgen es el punto de unión de criollos, indios y mestizos y ha sido la respuesta a la triple orfandad: la de los indios porque Guadalupe/Tonantzin es la transfiguración de sus antiguas divinidades femeninas; la de los criollos porque la aparición de la Virgen convirtió a la tierra de la Nueva España en una madre más real que la de España; la de los mestizos porque la Virgen fue y es la reconciliación con su origen y el fin de su ilegitimidad”.
Debajo del entramado social y religioso que envuelve a Guadalupe –cuya aparición hemos de tomar en sentido simbólico, por supuesto–, velada por una nube de sangre y polvo, reside la sapiencia de las civilizaciones mesoamericanas –entendimiento guiado tanto por la ciencia como por la intuición, que ahora, debido a la marginación de los pueblos indígenas, tiende a olvidarse.
Nuestra colorida nación, donde uno se come un plato de zacahuil igual que una hamburguesa, y emula el falsete del huapango como una rola de la Spears, alberga en lo profundo de su espíritu una fuerza arrolladora, herencia dada por la Madre-Tierra a través de nuestros ancestros, vigor y sabiduría que podrían reconciliarnos con la Naturaleza y enseñarnos a vivir en armonía con ella, ¿quién tiene oídos para atender al llamado?
¿Hay mayor misterio que la generación de la Vida? Desde el nacimiento de la consciencia colectiva los seres humanos le hemos dado nombre al poder creador de Natura. Hallamos en el panteón de las civilizaciones antiguas una vasta gama de númenes asociados a la fertilidad y a los ciclos de siembra y cosecha; las más de las veces una entidad tiene diversas advocaciones o personificaciones.
La mujer es la portadora de este misterio. Su cuerpo es el puente entre el invisible mundo de lo increado y el mundo natural donde brotan los rostros. Esta capacidad reproductiva, a lo largo de los milenios, ha despertado en las sociedades fascinación, reverencia, temor e –incluso– odio. ¿No ha sido la mujer objeto de adoración y de escarnio, de deseo y de persecución?
Da testimonio de este primitivo asombro ante lo femenino la voluminosa Venus de Willendorf –llamada así por el lugar donde se encontró, cerca del Danubio, en Austria–, pequeña figura tallada en piedra, cuya edad se sitúa en el Paleolítico. El abdomen, los senos, los glúteos y la vulva son bastante prominentes, lo que nos remite a imágenes de la sexualidad, la maternidad y a la feracidad de la tierra.
La figura materna, protectora, sabia, está presente en todos los pueblos de la antigüedad. En Egipto se venera a Isis “madre de los dioses”. En Grecia se adora a Deméter, deidad terrestre y materna; los romanos la funden con Ceres. En Mesoamérica el culto a Tonantzin “nuestra madre” es uno de los más extendidos: se le asocia con Teteoian “madre de los dioses”; con Coatlicue “la de la falda de serpientes”, la gran paridora, síntesis de la vida y la muerte y, entre otras, con la deidad del maíz, Centéotl –se cita en el Diccionario de mitología náhuatl, de Cecilio A. Robelo, que esta última aparece en distintos documentos prehispánicos unas veces como mujer y otras como varón.
La efigie de Tonantzin está erguida en el corazón de México, en un altar de fuego y estrellas. Arde al centro de la Huasteca donde, año con año, se le sigue celebrando con la misma devoción de hace siglos. Tras la Conquista, esta diosa trasladaría su espiritualidad hacia Guadalupe, la virgen morena. Recordemos el xochipitzáhuatl, la invocación fervorosa a “Tonantzin Santa María”.
La figura de Guadalupe-Tonantzin es, en palabras de Octavio Paz, “la misteriosa conexión entre el mundo precolombino y el cristianismo […..] La virgen es el punto de unión de criollos, indios y mestizos y ha sido la respuesta a la triple orfandad: la de los indios porque Guadalupe/Tonantzin es la transfiguración de sus antiguas divinidades femeninas; la de los criollos porque la aparición de la Virgen convirtió a la tierra de la Nueva España en una madre más real que la de España; la de los mestizos porque la Virgen fue y es la reconciliación con su origen y el fin de su ilegitimidad”.
Debajo del entramado social y religioso que envuelve a Guadalupe –cuya aparición hemos de tomar en sentido simbólico, por supuesto–, velada por una nube de sangre y polvo, reside la sapiencia de las civilizaciones mesoamericanas –entendimiento guiado tanto por la ciencia como por la intuición, que ahora, debido a la marginación de los pueblos indígenas, tiende a olvidarse.
Nuestra colorida nación, donde uno se come un plato de zacahuil igual que una hamburguesa, y emula el falsete del huapango como una rola de la Spears, alberga en lo profundo de su espíritu una fuerza arrolladora, herencia dada por la Madre-Tierra a través de nuestros ancestros, vigor y sabiduría que podrían reconciliarnos con la Naturaleza y enseñarnos a vivir en armonía con ella, ¿quién tiene oídos para atender al llamado?
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