Publicado en La Razón. Tampico, Tamaulipas. Martes 3 de noviembre de 2009.
A propósito de mi artículo de la semana pasada “El viaje al inframundo” recibí un breve mensaje que me dejó una fisura en la piel. La voz desenfadada –y no por ello libre de melancolía– de la joven poeta Érika Said: “Yo ya no sé en qué época vivo ni a qué cultura pertenezco”.
¿No es éste, en realidad, el manifiesto colectivo de una generación? Mi querida amiga –oriunda de Tampico y radicada, en una apuesta por el amor, en Chihuahua– es parte de los nacidos en los ochenta: la tecnología va poniéndose al alcance de cualquier mortal y la Evolución –esa vieja incansable– saca a la luz varios prototipos de lo que será una nueva configuración mental, más cercana al abismo que la de los hombres y las mujeres de anteriores décadas.
A esta generación de mexicanos le tocó vivir, en su niñez o a principios de su adolescencia, la ruptura entre las antiguas tradiciones y el vértigo de la globalización. Quizá la lívida memoria de una infancia en que las cosas tenían otro sentido hace decir a los que ahora andan en sus veintitantos, como Érika, “Yo no sé qué está pasando con el mundo”.
Esto me recuerda a la (también joven poeta) Linda González –de Nuevo Laredo– quien tras leer uno de mis encuentros con la Huasteca dijo conmovida: “me pierdo en tus letras”. Su identificación no echaba raíces en las imágenes y los símbolos sino en el viaje mismo de las palabras, en el “perderse”. Su identidad consistía precisamente en la búsqueda de algo que la reflejara.
Los que hoy son niños y adolescentes nacieron, ya, en un universo de significados radicalmente distinto al de sus padres. No llegarán a sentir la nostalgia por la tradición del día de muertos que se evapora, se transfigura o se sincretiza con aquello de las calabazas y las brujas.
El jueves pasado me senté junto a mi madre mientras amasaba entre sus manos el chocolate recién preparado. Evoqué las tardes cuando mi abuela molía el cacao en el metate. Como iba envolviendo uno a uno los tamales en la papatla verde. La alegría con que yo hacía el camino de pétalos de cempasúchil para guiar a los difuntos hacia el arco. Ver a mi papá, con sus brazos cansados, levantando los horcones y cubriéndolos de palmilla, no sé por qué, me hizo temblar.
El sentido del Xantolo, para mí (al margen de las interpretaciones mágico-religiosas), radica en el amor con que la gente huasteca hace sus ofrendas. El azúcar espolvoreada en el pan. Los aromas de la flor de muerto y el copal inundando el aire. Tres décadas viviendo en este planeta acentúan –antes que minar– mi capacidad de asombro. Volver a la casa de mis padres, en estas fechas, me hizo recobrar un poco de inocencia. ¿Y tú, con qué te identificas?, ¿qué te hace retornar al Paraíso?
A propósito de mi artículo de la semana pasada “El viaje al inframundo” recibí un breve mensaje que me dejó una fisura en la piel. La voz desenfadada –y no por ello libre de melancolía– de la joven poeta Érika Said: “Yo ya no sé en qué época vivo ni a qué cultura pertenezco”.
¿No es éste, en realidad, el manifiesto colectivo de una generación? Mi querida amiga –oriunda de Tampico y radicada, en una apuesta por el amor, en Chihuahua– es parte de los nacidos en los ochenta: la tecnología va poniéndose al alcance de cualquier mortal y la Evolución –esa vieja incansable– saca a la luz varios prototipos de lo que será una nueva configuración mental, más cercana al abismo que la de los hombres y las mujeres de anteriores décadas.
A esta generación de mexicanos le tocó vivir, en su niñez o a principios de su adolescencia, la ruptura entre las antiguas tradiciones y el vértigo de la globalización. Quizá la lívida memoria de una infancia en que las cosas tenían otro sentido hace decir a los que ahora andan en sus veintitantos, como Érika, “Yo no sé qué está pasando con el mundo”.
Esto me recuerda a la (también joven poeta) Linda González –de Nuevo Laredo– quien tras leer uno de mis encuentros con la Huasteca dijo conmovida: “me pierdo en tus letras”. Su identificación no echaba raíces en las imágenes y los símbolos sino en el viaje mismo de las palabras, en el “perderse”. Su identidad consistía precisamente en la búsqueda de algo que la reflejara.
Los que hoy son niños y adolescentes nacieron, ya, en un universo de significados radicalmente distinto al de sus padres. No llegarán a sentir la nostalgia por la tradición del día de muertos que se evapora, se transfigura o se sincretiza con aquello de las calabazas y las brujas.
El jueves pasado me senté junto a mi madre mientras amasaba entre sus manos el chocolate recién preparado. Evoqué las tardes cuando mi abuela molía el cacao en el metate. Como iba envolviendo uno a uno los tamales en la papatla verde. La alegría con que yo hacía el camino de pétalos de cempasúchil para guiar a los difuntos hacia el arco. Ver a mi papá, con sus brazos cansados, levantando los horcones y cubriéndolos de palmilla, no sé por qué, me hizo temblar.
El sentido del Xantolo, para mí (al margen de las interpretaciones mágico-religiosas), radica en el amor con que la gente huasteca hace sus ofrendas. El azúcar espolvoreada en el pan. Los aromas de la flor de muerto y el copal inundando el aire. Tres décadas viviendo en este planeta acentúan –antes que minar– mi capacidad de asombro. Volver a la casa de mis padres, en estas fechas, me hizo recobrar un poco de inocencia. ¿Y tú, con qué te identificas?, ¿qué te hace retornar al Paraíso?
Hace tiempo lo sé... vivo fuera del paraíso.
ResponderEliminarNo me incomoda.
Volver? Y para qué...
"Sigo y sigo por la acera de enfrente"
Celeste
¿y no es la negación del Paraíso una forma de añorarlo?
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