Publicado en La Razón. Tampico, Tamaulipas. Martes 27 de octubre de 2009.
Octubre está por terminarse. No sólo las hojas de los árboles se alejan. Hay algo más en el aire, un olor a polvo, como el que flota en la orilla de los caminos por donde pasan las ánimas.
En las casas huastecas los hombres ya están enflorando los arcos, símbolo de las puertas del Inframundo. Las mujeres han ido al tianguis a comprar el cacao para molerlo y luego amasarlo en la tibieza de sus manos. Pronto, el chocolate humeará en los jarros, junto al pan calientito y las mandarinas maduras.
Esta atmósfera de colores brillantes y de fuegos enhiestos existe en mi memoria desde las primeras veces que mis papás me llevaron al panteón, a comer tamales en la capilla funeraria de mis abuelos. En los pueblos de arraigada tradición huasteca (como Tamuín, en San Luis Potosí o Chicontepec, en Veracruz) el primero y el dos de noviembre son días de fiesta. Los cementerios se llenan de algarabía. La gente platica, de una tumba a otra, mientras el Sol se asoma cauteloso entre nubes rojizas.
Desde varias semanas antes se hacen los preparativos para celebrar el Xantolo, palabra adoptada por los tének y los nahuas a raíz del término latino Sanctuorum, nombre dado por los frailes misioneros a los altares con símbolos religiosos (se traduce como “todos santos”).
Los difuntos vienen a visitarnos. La gente adorna sus altares: flores de cempasúchil, copal, un petate nuevo, la luz de las velas y un sendero de pétalos. Las familias más apegadas a la costumbre conservarán el arco florido hasta el treinta de noviembre; si lo desarman antes sus queridos muertos no podrán volver al reino de las sombras.
¿De qué manera, a lo largo de los siglos, continúan vigentes estas manifestaciones? ¿Tienen, ahora, el mismo significado de antaño?
Las tradiciones, como los organismos, se adaptan al entorno para sobrevivir. Los cultos prehispánicos se mezclan con los del cristianismo; las artes arcaicas se unen a la moderna tecnología; los dioses antiguos hacen un pacto con los íconos de nuestro siglo. En el norte de Veracruz, por ejemplo, se ejecuta la “danza de los viejos”, un ritual que tiene sus orígenes en épocas anteriores a la Conquista. Algunos de los bailadores aún hallan una interpretación mágica; otros, un pretexto para divertirse: zapatean cubiertos por el anonimato de un disfraz que va desde representaciones de brujos –con trajes hechos de cueros de animal– hasta sofisticados robots al estilo “Terminator”. Incluso hay quien se disfraza de Salinas de Gortari o de Vicente Fox.
Este rito –lo sepa o no, el danzante– es una reverberación de las sociedades primitivas; la necesidad de esa desintegración colectiva del Yo que hace a los hombres sentirse parte del Todo. Al volvernos conscientes de nuestra propia existencia nos brota el miedo a dejar de ser. El culto a la muerte es una forma (paradójica) de afirmar la Vida.
¿No es, acaso, la única certidumbre posible, en nuestras diarias tribulaciones, que hemos de regresar al vientre cósmico a dormir en el silencio?
Octubre está por terminarse. No sólo las hojas de los árboles se alejan. Hay algo más en el aire, un olor a polvo, como el que flota en la orilla de los caminos por donde pasan las ánimas.
En las casas huastecas los hombres ya están enflorando los arcos, símbolo de las puertas del Inframundo. Las mujeres han ido al tianguis a comprar el cacao para molerlo y luego amasarlo en la tibieza de sus manos. Pronto, el chocolate humeará en los jarros, junto al pan calientito y las mandarinas maduras.
Esta atmósfera de colores brillantes y de fuegos enhiestos existe en mi memoria desde las primeras veces que mis papás me llevaron al panteón, a comer tamales en la capilla funeraria de mis abuelos. En los pueblos de arraigada tradición huasteca (como Tamuín, en San Luis Potosí o Chicontepec, en Veracruz) el primero y el dos de noviembre son días de fiesta. Los cementerios se llenan de algarabía. La gente platica, de una tumba a otra, mientras el Sol se asoma cauteloso entre nubes rojizas.
Desde varias semanas antes se hacen los preparativos para celebrar el Xantolo, palabra adoptada por los tének y los nahuas a raíz del término latino Sanctuorum, nombre dado por los frailes misioneros a los altares con símbolos religiosos (se traduce como “todos santos”).
Los difuntos vienen a visitarnos. La gente adorna sus altares: flores de cempasúchil, copal, un petate nuevo, la luz de las velas y un sendero de pétalos. Las familias más apegadas a la costumbre conservarán el arco florido hasta el treinta de noviembre; si lo desarman antes sus queridos muertos no podrán volver al reino de las sombras.
¿De qué manera, a lo largo de los siglos, continúan vigentes estas manifestaciones? ¿Tienen, ahora, el mismo significado de antaño?
Las tradiciones, como los organismos, se adaptan al entorno para sobrevivir. Los cultos prehispánicos se mezclan con los del cristianismo; las artes arcaicas se unen a la moderna tecnología; los dioses antiguos hacen un pacto con los íconos de nuestro siglo. En el norte de Veracruz, por ejemplo, se ejecuta la “danza de los viejos”, un ritual que tiene sus orígenes en épocas anteriores a la Conquista. Algunos de los bailadores aún hallan una interpretación mágica; otros, un pretexto para divertirse: zapatean cubiertos por el anonimato de un disfraz que va desde representaciones de brujos –con trajes hechos de cueros de animal– hasta sofisticados robots al estilo “Terminator”. Incluso hay quien se disfraza de Salinas de Gortari o de Vicente Fox.
Este rito –lo sepa o no, el danzante– es una reverberación de las sociedades primitivas; la necesidad de esa desintegración colectiva del Yo que hace a los hombres sentirse parte del Todo. Al volvernos conscientes de nuestra propia existencia nos brota el miedo a dejar de ser. El culto a la muerte es una forma (paradójica) de afirmar la Vida.
¿No es, acaso, la única certidumbre posible, en nuestras diarias tribulaciones, que hemos de regresar al vientre cósmico a dormir en el silencio?
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Yo ya no sé en qué época vivo ni a qué cultura pertenezco.
ResponderEliminarExtraño cómo era el mundo cuando era pequeña: escuchaba a Cri-cri, me vestían de indita en diciembre, en octubre hacíamos el altar de muertos y le dábamos tamales y atole a los niños que iban a "pedir halloween".
Mis primas más pequeñas, las de ahora, no oyen Cri-cri, sino que cantan "Little Star", nunca las han vestido de inditas y lo del altar lo conocen por la escuela, pero ellas se empeñan en vestirse de brujas y vampiros.
Yo no sé qué está pasando con el mundo, pero el día de muertos para mí ya no significa nada, menos el halloween que mañana todos van a celebrar aquí :(