Amo a los gatos. Son elegantes, limpios, amorosos, sagaces, independientes y, definitivamente, perversos. Pueden atacar a una lagartija o un ave aunque no tengan hambre; juegan un rato con la presa moribunda y cuando, desangrada y sin aliento no se mueve más, la dejan a un lado para lamerse con tranquilidad el pelaje o tomar una siesta. El gato, al igual que el ser humano, mata por placer. Pero el felino, por su belleza de bestia y la naturalidad de sus impulsos, es –en este sentido– superior al hombre.
Desde la infancia estos cazadores domésticos me han acompañado de manera estrecha. He visto como desarrollan personalidades complejas, un extenso y matizado lenguaje de tonalidades íntimas, privadas, secretas.
Tenía doce años cuando este apego, precisamente, me movió a comprar un libro de bolsillo que decía en la portada El gato negro y otros cuentos. Una de esas ediciones económicas donde nadie firma el prólogo y no se avisa a los lectores de quien es la traducción o el diseño. El inesperado encuentro se dio a la vuelta de mi casa, en el aparador de la “Librería y papelería La Huasteca”. Allí uno conseguía desde lápices Mirado hasta chicles Adams y manuales para la crianza de conejos.
Las imágenes del relato formaron una nube alucinógena en mi cabeza: el animal ahorcado, el hacha en el cráneo de la mujer, el aullido infernal brotando del muro. Pero lo que verdaderamente me perturbó fue descubrir que el narrador (el asesino) podía ser yo misma. A través de la lente de Edgar Allan Poe me asomé a mi propia perversidad. La de todos. Más que desde la conciencia, desde los sentidos. Tras engullir la última línea del texto mi cuerpo quedó en un estado de morbidez durante horas. En los siguientes días la repugnancia por el cadáver emparedado y el horror por el diabólico grito del monstruo se mezclaban, ora con un letárgico sueño, ora con una excitación casi erótica.
El impacto fue mayor porque recientemente mi gato Foris se había quedado tuerto en una riña. Enorme y de color negro, una especie de corbata de pelo blanco rodeaba su vigoroso cuello. La mutilación le había hecho malhumorado. A donde quiera que yo fuera, iba Foris. Apenas me sentaba corría a treparse en mis piernas como si se abalanzara sobre una presa. Al mirar de cerca su único ojo –y el borde amarillento de la cuenca vacía– una pesada amargura me oprimía el corazón. Entonces le acariciaba el áspero lomo cinco, diez, veinte minutos. De pronto, como si un relámpago le golpeara el pecho, bajaba de mi regazo con la misma rapidez que había subido.
Ya enamorada de Poe, regresé al modesto local mejor conocido como “la tienda de don Manuelito” (por ser su original dueño don Manuel Ramírez, excombatiente de la Revolución Mexicana) y solicité la edición de Porrúa de Narraciones extraordinarias. Habría de aguardar dos semanas a que lo trajeran de Tampico; era menester que hubiera otros pedidos. En Tantoyuca no existía una sola librería, en el sentido estricto de la palabra: un lugar dedicado exclusivamente a vender libros.
Corría la primavera de mil novecientos noventa y uno. Cinco años atrás me había hecho fan de Carl Sagan y de su famosa serie Cosmos. Sin otra cosa mejor en qué ocupar mis tardes, perdía el tiempo imaginando la composición del universo (a veces también intentaba escribir sonetos). Hasta finales del noventa había sido una chica más o menos sociable. De la noche a la mañana toda mi confianza en el mundo se rompió como una cáscara de nuez al estrellarse contra una roca. Dejé de hablarle a los que antes les hablaba. Dejó de gustarme la ciudad donde vivía y me construí una fortaleza afuera del tiempo (eso creí). Cada hecho cotidiano pasaba por el filtro de mi imaginación y se convertía en una realidad aparte.
No resulta extraño, en tales condiciones, que el autor del gato negro me pareciera mi padre, mi esposo, mi amante o mi hijo. Mi aliado en las sombras. Al leerlo experimenté placer antes que miedo. Siempre he tenido una imaginación escandalosa. Ya en la infancia mis sueños estaban poblados de personajes extravagantes y abigarrados escenarios: se han ido volviendo más sofisticados, verdaderos cortometrajes. Es una lástima que no sea guionista de cine.
Por otra parte, crecer bajo la herencia del Xantolo hace que uno vea la muerte con cierta familiaridad. Hacer el camino de cempasúchil para los difuntos –la plena seguridad de que estaban a mi lado– y comer tamales en el cementerio, junto a la tumba de mis abuelos, me parecían cosas tan naturales como que un gato ahorcado retornase del inframundo.
Lo llamado sobrenatural era, para mí, otro aspecto de la Naturaleza. A los doce años tenía una fe ciega en la ciencia: tarde o temprano los pasadizos entre el mundo de los vivos y de los muertos –de los demonios y de los hombres– dejarían de ser incomprensibles a nuestra razón.
Ahora soy una mujer adulta. De pocas cosas tengo certidumbre acerca del ser humano; de lo que no me queda duda es de su tendencia a la maldad. Aquella muchachita huraña que leía cuentos de terror en Tantoyuca jamás lograría recuperar, completamente, la confianza en el mundo. Pero no estaría sola: los gatos, los árboles, los libros y las manos milagrosas de una abuela, serían su fuente de sosiego y deleite. No me hice astrónoma, como anhelaba en esa época. Pensé que si estudiaba psicología iba a comprender el alma humana. La verdad, aprendí más sobre ello en las narraciones de Poe que en la Interpretación de los sueños de Freud.
Me queda claro que la perversidad está más allá del crimen explícito. Se da en pequeñas dosis, se oculta detrás de eventos a primera vista insignificantes. ¿No es perverso quien tiene por mascota un perro al que nunca acaricia, ni lleva de paseo, ni libera del escozor de las garrapatas? ¿No es el mismo perro objeto de una manipulación premeditada que ha convertido al lobo en “nuestro mejor amigo”?
Desde la infancia estos cazadores domésticos me han acompañado de manera estrecha. He visto como desarrollan personalidades complejas, un extenso y matizado lenguaje de tonalidades íntimas, privadas, secretas.
Tenía doce años cuando este apego, precisamente, me movió a comprar un libro de bolsillo que decía en la portada El gato negro y otros cuentos. Una de esas ediciones económicas donde nadie firma el prólogo y no se avisa a los lectores de quien es la traducción o el diseño. El inesperado encuentro se dio a la vuelta de mi casa, en el aparador de la “Librería y papelería La Huasteca”. Allí uno conseguía desde lápices Mirado hasta chicles Adams y manuales para la crianza de conejos.
Las imágenes del relato formaron una nube alucinógena en mi cabeza: el animal ahorcado, el hacha en el cráneo de la mujer, el aullido infernal brotando del muro. Pero lo que verdaderamente me perturbó fue descubrir que el narrador (el asesino) podía ser yo misma. A través de la lente de Edgar Allan Poe me asomé a mi propia perversidad. La de todos. Más que desde la conciencia, desde los sentidos. Tras engullir la última línea del texto mi cuerpo quedó en un estado de morbidez durante horas. En los siguientes días la repugnancia por el cadáver emparedado y el horror por el diabólico grito del monstruo se mezclaban, ora con un letárgico sueño, ora con una excitación casi erótica.
El impacto fue mayor porque recientemente mi gato Foris se había quedado tuerto en una riña. Enorme y de color negro, una especie de corbata de pelo blanco rodeaba su vigoroso cuello. La mutilación le había hecho malhumorado. A donde quiera que yo fuera, iba Foris. Apenas me sentaba corría a treparse en mis piernas como si se abalanzara sobre una presa. Al mirar de cerca su único ojo –y el borde amarillento de la cuenca vacía– una pesada amargura me oprimía el corazón. Entonces le acariciaba el áspero lomo cinco, diez, veinte minutos. De pronto, como si un relámpago le golpeara el pecho, bajaba de mi regazo con la misma rapidez que había subido.
Ya enamorada de Poe, regresé al modesto local mejor conocido como “la tienda de don Manuelito” (por ser su original dueño don Manuel Ramírez, excombatiente de la Revolución Mexicana) y solicité la edición de Porrúa de Narraciones extraordinarias. Habría de aguardar dos semanas a que lo trajeran de Tampico; era menester que hubiera otros pedidos. En Tantoyuca no existía una sola librería, en el sentido estricto de la palabra: un lugar dedicado exclusivamente a vender libros.
Corría la primavera de mil novecientos noventa y uno. Cinco años atrás me había hecho fan de Carl Sagan y de su famosa serie Cosmos. Sin otra cosa mejor en qué ocupar mis tardes, perdía el tiempo imaginando la composición del universo (a veces también intentaba escribir sonetos). Hasta finales del noventa había sido una chica más o menos sociable. De la noche a la mañana toda mi confianza en el mundo se rompió como una cáscara de nuez al estrellarse contra una roca. Dejé de hablarle a los que antes les hablaba. Dejó de gustarme la ciudad donde vivía y me construí una fortaleza afuera del tiempo (eso creí). Cada hecho cotidiano pasaba por el filtro de mi imaginación y se convertía en una realidad aparte.
No resulta extraño, en tales condiciones, que el autor del gato negro me pareciera mi padre, mi esposo, mi amante o mi hijo. Mi aliado en las sombras. Al leerlo experimenté placer antes que miedo. Siempre he tenido una imaginación escandalosa. Ya en la infancia mis sueños estaban poblados de personajes extravagantes y abigarrados escenarios: se han ido volviendo más sofisticados, verdaderos cortometrajes. Es una lástima que no sea guionista de cine.
Por otra parte, crecer bajo la herencia del Xantolo hace que uno vea la muerte con cierta familiaridad. Hacer el camino de cempasúchil para los difuntos –la plena seguridad de que estaban a mi lado– y comer tamales en el cementerio, junto a la tumba de mis abuelos, me parecían cosas tan naturales como que un gato ahorcado retornase del inframundo.
Lo llamado sobrenatural era, para mí, otro aspecto de la Naturaleza. A los doce años tenía una fe ciega en la ciencia: tarde o temprano los pasadizos entre el mundo de los vivos y de los muertos –de los demonios y de los hombres– dejarían de ser incomprensibles a nuestra razón.
Ahora soy una mujer adulta. De pocas cosas tengo certidumbre acerca del ser humano; de lo que no me queda duda es de su tendencia a la maldad. Aquella muchachita huraña que leía cuentos de terror en Tantoyuca jamás lograría recuperar, completamente, la confianza en el mundo. Pero no estaría sola: los gatos, los árboles, los libros y las manos milagrosas de una abuela, serían su fuente de sosiego y deleite. No me hice astrónoma, como anhelaba en esa época. Pensé que si estudiaba psicología iba a comprender el alma humana. La verdad, aprendí más sobre ello en las narraciones de Poe que en la Interpretación de los sueños de Freud.
Me queda claro que la perversidad está más allá del crimen explícito. Se da en pequeñas dosis, se oculta detrás de eventos a primera vista insignificantes. ¿No es perverso quien tiene por mascota un perro al que nunca acaricia, ni lleva de paseo, ni libera del escozor de las garrapatas? ¿No es el mismo perro objeto de una manipulación premeditada que ha convertido al lobo en “nuestro mejor amigo”?
El legado mayor, el punto exacto de mi complicidad con la obra de Poe, ha sido el gozo en la recreación del misterio: lo bello, lo antiguo, lo exótico. En medio de la fatalidad, en el centro mismo del caos, brota la Poesía. Una poesía oscura y densa como las aguas de la Estigia. El amor se vive (se muere) de formas exaltadas, al límite de una realidad que se fractura y arroja al lector hacia otra realidad profunda y eterna. ¿Cómo podría conformarme con ternuras tibias luego de caer abrazada a una caja oblonga en mar abierto, de clavar la mirada en los oscuros ojos de Ligeia y de ver rodar por el suelo la marfilina dentadura de Berenice?
Acabo de traer a casa un libro con novecientas sesenta páginas: Edgar Allan Poe, cuentos completos. La edición conmemorativa por el bicentenario de su nacimiento. En la portada una litografía de Federico Castellón. Sesenta y nueve plumas al acecho. Me ha costado más de lo que regularmente gasto en una despensa. Me dispongo a (re)leer. Por supuesto, la primera hoja que alcanzan mis ansiosas pupilas es ésta que dice El gato negro.
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Edgar Allan Poe. Cuentos completos. Edición comentada.
Traducción de Julio Cortázar. Editorial Páginas de espuma. México, 2008.
Traducción de Julio Cortázar. Editorial Páginas de espuma. México, 2008.
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