Publicado en La Razón. Tampico Tamaulipas. Domingo 7 de junio de 2009
Cuando mi madre me llevó por primera vez a Tezizapa, su tierra natal, ardía en deseos de bañarme en el mismo arroyo donde cuarenta años atrás ella había perseguido luceros y peces, a hurtadillas, sobre una laja. En mis pupilas vírgenes se grabó el mapa terroso de aquel camino: la pared caliza de las lomas recortadas y los barrancos tupidos de matorrales.
Tezizapa, que en náhuatl quiere decir “huevos en el agua”, se apretuja en la congregación de Huitzizilco, en la serranía de Chicometépetl, Veracruz. El sol cae de frente, sin darte una tregua. Ves pasar hombres a caballo, el rostro bajo el ala de un sombrero de zapupe, las manos curtidas de tanto arriar un futuro agreste y perdidizo. Es uno de esos rincones de la Huasteca dónde la señora Modernidad, muy atareada en enjoyar las grandes urbes, apenas ha desempacado sus valijas.
Allá por los cincuenta, cuando mamá era una muchachita indómita con un canasto de pan en la cabeza, el cauce de las aguas era tan ancho y fértil como sus sueños. En época de aguaceros bastaba empujar una roca y aparecían las enormes acamayas, ebrias de calor y humedad; no había que esperar largo rato, como ahora, para apresarlas en los chiquihuites.
El pelo recogido en trenzas, fuego negro en la mirada y el corazón en un puño, mi madre aprendió, muy pronto, a endulzar con piloncillo la tristeza, a ganarle la partida al silencio mientras mi abuela Eusebia cocía “caprichos” y “revueltas” en un horno de barro. Nada la hacía más feliz que ir por el arroyo, corriente arriba, hasta “el saladillo”, blanca lengua de cristal en los peñascos, y “la sirena”, limpia garganta de agua, boca de remolino y cabellera de cascada.
En el monte espeso la sed se sacia con los jugos de la parra, grueso bejuco enredado a los árboles como el tiempo a mi palabra. En las canoas de piedra talladas por Natura la memoria reverdece, llora, canta.
Es cierto, el País serpiente va mudando la piel. No llueve igual que antes. Pero la Tierra no olvida jamás, letra por letra dice tu nombre y el mío; el nombre de nuestros abuelos; acércate, ¿no oyes retumbar su pecho de timbales?
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