Gioconda Belli
En
Mujer que sabe Latín, Rosario
Castellanos se pregunta “qué es lo que impulsa a una persona en pleno uso de
sus facultades mentales, satisfecha de la vida, feliz y equilibrada, a leer”.
Claro, no se refiere la escritora a las lecturas obligadas de la escuela ni a
ninguna otra que tenga una finalidad utilitaria, sino a esa lectura que llega
como un mandato desde el interior del alma (no en su acepción religiosa, sino
psíquica), resorte que nos hace levantarnos a media noche y hojear el libro de
pastas duras junto a la cabecera o, más posmodernas, tomar el celular para
acceder a nuestra edición kindle
recién descargada en Android.
Y
no hay una respuesta definitiva a este cuestionamiento. Acaso –aventuro– en el
fondo de cualquier ser humano, por muy confortable que parezca ser su vida,
existe, siempre, cierta insatisfacción; hay algo que está en desequilibrio y la
literatura –el arte en general– ofrece, para much@s de nosotr@s, una
posibilidad de llenar esa laguna. Pero no solo bajo el oropel de ciertas vidas
subyace la necesidad de leer, también en las situaciones límite, en la cárcel y
en la guerra, en la locura y en el duelo, está presente.
Sin
embargo, este gozo derivado la lectura recreativa y, aun más, de su escritura,
parece haber sido negado a la mitad de la humanidad durante siglos. Ya apuntaba
Schopenhauer que las tareas intelectuales eran contrarias a la naturaleza femenina
cuya única finalidad debía ser la de la reproducción. Por lo tanto, los
placeres del sexo y las voluptuosidades del intelecto serían inherentes a lo
masculino, pero, en las mujeres, una especie de perversión. No muy lejos de
aquella percepción estaba la de Freud que consideraba infantiles a las mujeres
que solamente podían llegar al orgasmo a través de la estimulación directa del
clítoris y no, como le parecía obvio al célebre neurólogo, de la penetración:
el placer femenino para considerarse “maduro” dependía, pues, enteramente de un
pene. Claro, porque la mujer ¡cómo va a darse placer a sí misma! ¡Histéricas,
las que nos toqueteamos o nos atrevemos a negar la supremacía del falo!
Más
o menos así ha estado estructurado el pensamiento occidental y una podría respirar
aliviada porque eso “ya pertenece a otros tiempos”, ¡pero no!, en pleno siglo
XXI he escuchado a onvres afirmando
con seriedad cosas semejantes y hasta más ridículas.
Las
mujeres, ahora, estamos tomando la palabra, esa que siempre fue nuestra, la que
muchas veces estuvimos gritando desde el umbral de nuestro cuerpo y el animal
sin concha que nos custodiaba se negaba a oír. Mujeres como Diana, la heroína
del “Segundo aire”, cuento epónimo de este libro que nos entrega Mercedes
Varela con un humor sazonado por la observación de lo cotidiano. Mujeres que no
somos vírgenes ni perfectas, más bien entradas en años, más bien estudiosas del
Kamasutra, más bien dispuestas a
abandonar el recuerdo del hombre que no nos complacía como se abandona
felizmente un dolor de muela o la imagen de un macetero roto. Mujeres honestas
en sus rencores como la protagonista de “Relajación”, y no (creo) porque “el
peor enemigo de una mujer” sea “otra mujer”, sino porque nos han enseñado a
competir entre nosotras y a callar. El odio, por supuesto, no es una emoción
propia de señoritas o señoras decentes.
Pero
la lengua finalmente se desata. Y con ella las palabras que se han apechugado
por décadas. Hemos tenido que gritar más fuerte para defender nuestro derecho a
la ira. Mercedes, con la sabiduría que da la lectura constante de la vida, nos
ofrece esta colección de cuentos breves y nanoficciones a través de los cuales
se narra a la mujer contemporánea, observadora de sí misma y de las otras, que
se enfrenta al espejo y se reinventa y no teme, ya, bloquear al impertinente.
¡Faltaba más que estas alturas vengan a decirnos cómo definir los vocablos!
Cito
esta joya de nuestra autora tamaulipeca:
No hay agonía más
lenta y digna que la de las flores dentro de un florero. Ellas continúan
abriéndose a la vida, aunque sean sus últimos minutos.
Estas
breves líneas, me atrevo a decir, sintetizan una situación que prevaleció por
mucho (demasiado) tiempo en nuestra sociedad, mujeres languideciendo dignamente
dentro de sus casas-florero, cortadas del jardín de sus sueños, sin
posibilidades de extender el perfume de sus palabras por las nubes. Y, sin
embargo, dignas. Abriéndose a la vida. Acotadas por un sistema que decide la
fecha de caducidad de nuestros cuerpos, pero impelidas a la escritura, ese
bálsamo que refiere Rosario Castellanos al hablar de Proust en el libro que
cité al comienzo de mi prólogo, la palabra como conjuro que conduce a la
liberación. Una liberación que no depende, ya, de las circunstancias externas,
sino de la propia capacidad de evocar el lenguaje.
En
“Fin de semana largo”, Varela nos demuestra que sigue vigente en nuestros días
la dicotomía expresada por Castellanos, en los años setenta del siglo pasado, entre
la mujer que cumple su rol socialmente asignado, como madre y esposa (sin
olvidar la obligación de ser “bella”), y la posibilidad de tener una vida
independiente como una profesionista exitosa. En otros cuentos, también nos
llevará de la mano por los recovecos mentales de la madre y de la hermana que
sufren ante la pérdida del ser amado. Esos estados tan dolorosos que solo
pueden equipararse a una pesadilla, pero traslapando las fronteras entre
vigilia y sueño no sabemos, bien a bien, de qué lado queda la realidad.
Ahí se siente protegida. Si no
fuera por esa niña que aparece cada vez que suena el teléfono. Al principio le temía, pero ya se acostumbró
a jugar con ella y con la muñeca pálida que siempre carga, con cuidado, entre
sus brazos.
Y,
si por una parte es cierto que revela la condición femenina, no cae, Varela, en
la tentación de romantizar el género. Sabe que esa terquedad por competir, de
la que ya he hablado arriba, puede minar la empatía y crear auténticos agujeros
negros en algunas, aunque lleven el nombre de “Estrella”. Luego, también
visibiliza de una manera tragicómica la desigualdad social y el clasismo tan
propios de la sociedad mexicana, ¡y qué mejor escenario para ejemplificarlo que
una boda!
No
está dicho todo lo que se tenía que decir sobre nosotras. Las escritoras vamos
tomando vuelo, abordando temas que hasta hace poco no se hubieran considerado
“literarios” por “intimistas”. Celebro, entonces, este libro donde Mercedes Varela
nos presenta, con un lenguaje ameno, sencillo (no, por ello, poco profundo),
mujeres que asumen su condición terrena y que aceptan sus pasiones sin los
conflictos de Ana Karenina o de Madame Bobary, que tras una ruptura amorosa no
acabarán sobre las vías del tren ni comiendo arsénico, sino con un perfil en
Tinder o inscritas en un curso práctico con un guapo instructor de las artes
amatorias.
Monterrey, N. L., octubre de 2020
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