Literatura & Psicología

22.3.21

El oficio de hilvanar palabras

 (Nota escrita para El sol de Tampico por el Día mundial de la poesía).


Nunca se me dio bien el bordado, mi abuela y mi madre intentaron alguna vez mostrarme, sin demasiado éxito, cómo crear graciosos relieves con hilos rojos y amarillos sobre la manta cruda; ¡y menos tuve talento para el tejido!, entrelazar uno a uno los hilos hasta formar el afelpado abrigo de un cuerpo. Me hubiera gustado ser capaz de crear estas narraciones sensoriales, ser como las tejedoras y bordadoras que hacen de la tela una página para tensar la trama de una historia palpable, así, por ejemplo, las artesanas huastecas: cada color, cada forma en su lugar para explicar el mundo. En cambio, algo aprendí sobre hilvanar palabras. Así mesmo lo decía mi abuela, cuyas variopintas expresiones yo hallaría luego en mis juveniles lecturas del Quijote –en las comunidades marginales el idioma se resiste a abandonar sus viejos usos–. Si Cervantes recurrió al metalenguaje, mi abuela desde la oralidad también hizo que la lengua pensara en sí misma, de una manera, claro, mucho más inocente, más ordinaria, más cercana a los ruidos del monte.
Esa imagen de las manos milagrosas de mi abuela bordando breves siluetas de flores y cosiendo galápagos de tela, su voz diciéndome por las mañanas, “ya recuérdate” –este arcaísmo de recordar por despertar que aún me fascina–, fueron para mí las expresiones más puras de la poesía. Si tuviera que dar una definición de lo que es la poesía diría que definir es una forma de encerrar, de meter en un ataúd el objeto definido; me gusta más la idea de pensar en imágenes, de aproximarnos al concepto desde una representación visual. Y cuando yo quiero decir algo sobre la poesía veo a mi abuela, veo sus flores rojas, veo sus tortuguitas con caparazón de fieltro. Las veo y las toco.
En las cosas cotidianas encuentro yo la punta del hilo para empezar a urdir un poema. Enhebro en mi aguja las sinestesias, el oxímoron, el ritmo de alguna canción o el maullido de un gato. Hago pespunte en la memoria para que no se me deshilachen las visiones de aquellos primeros años, cuando el mundo era nuevo, antes de las perdidizas canas, las estrías y la úlcera; antes de que yo me pusiera a escribir sobre la poesía, cuando me dedicaba simplemente a verla, a vivirla con esa pertinencia que tienen las niñas solitarias y conscientes del tiempo. La verdad, siempre supe que lo mío no era bordar en la tela, que a mí me tocaba tramar historias de otra forma, aunque hace un par de meses cosí una muñeca de manta para mi hija y bordé sus cejas con hilo rosa. Tal vez ella guarde esta imagen como amuleto, qué se yo, me gustaría que así fuera, o tal vez solo se destiña en su mente como sucederá con este pliego de periódico al final del día.


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