Fotografía: Mayra RedMontt, Barrio Antiguo, Monterrey, 2020
Como
nunca he hallado un espacio al que pueda llamar mío, me convertí yo misma en el
lugar. Abandoné la casa paterna siendo, aún, adolescente, como correspondía
a los jóvenes residentes de Tantoyuca que nos lanzábamos a hacer estudios profesionales.
Me fui al puerto de Tampico, con su arena aplanada y su mar bajito que en
realidad está en Ciudad Madero, donde mi madre me había parido porque así lo
dispuso el hado (o el Seguro Social, que es lo mismo). Yo era una muchachita
con depresión y fobia social (me diagnostiqué al iniciar mis estudios de
psicología) y toda mi familia apostó a que, debido a mi carácter retraído y mi
inutilidad hasta para cruzar una calle, no duraría ni una semana fuera del
pueblo. Han pasado dos décadas y nunca volví a vivir en esa casa –la de mis
padres.
Viví
primero en una pensión donde, durante dos años consecutivos, las dueñas me
hicieron bullying, movidas por la extraña fantasía de que yo era una “niña rica
que tenía la vida resuelta”, se ocupaban entonces de añadirle adrenalina a mi
aburrida y glamurosa existencia en la que podía darme el lujo de no irme
caminando a la universidad, sino en un “Águila-Echeverría”, los colectivos que
pasaban por la avenida Hidalgo; así, por ejemplo, una vez me sirvieron leche con
cucarachas y otra, me rayaron los CDs que había conseguido en
Arteli. Ya mencioné mi temperamento depresivo, no sabía defenderme, pero sabía
correr y, finalmente, me mudé a la casa de una señora adorable, guapísima, con
cierto aire de actriz de Hollywood, que tenía tres hijos y cocinaba el segundo
menudo más rico que he probado (es que el mejor era el de mi abuelita). Un día,
al llegar de la escuela encontré mis pertenencias (una caja con CDs y casetes
viejos, mi maleta de ropa y mi computadora) en la calle, junto con las de
aquella encantadora mujer y las de sus hijos; el exmarido, un hombre –debo
decirlo– bastante feo, les acababa de quitar el inmueble dejando a la familia (y
a mí de paso) sin hogar. Mi otrora anfitriona le pidió a su hermano que me
acogiera mientras tanto, y así fue. Cuando la volví a ver descubrí su hermoso
rostro envejecido de golpe, su belleza estaba marchita detrás de unas ojeras
negruzcas que contrastaban con el cutis pálido; su pelo, ya no era de un
castaño satinado Hollywoodense, sino cenizo. Sin dejar de sonreír, porque ella
siempre sonreía con amabilidad, me recomendó mucho, si algún día me casaba, analizar
antes al hombre para asegurarme que fuera “bueno”. Los siguientes años atestiguaría
como la casa de la que habían echado a esta familia se fue deteriorando; nunca
nadie la volvió a ocupar, al menos no mientras viví en Tampico. La última vez
que pasé frente a su portón negro, lucía sucia, con hojas secas amontonadas al
frente, las puertas atrancadas y un olor a madera húmeda, a polvillo de óxido.
Decidí,
a mis veinte frescos años, vivir sola. ¿Por qué no? Renté un departamento
chiquito que tenía un baño, una litera y un ventanal. Fue la cuarta mudanza de
mi vida, a la fecha debo haber acumulado unas veinte. He vivido sola, con
gatos, con un hombre, con amigos y amigas, con dos hombres, sola, con más
gatos, con más hombres; con un bebé; con perro, gato, niño, niña… hasta llegar
a mi estado actual: con mi hijo de once años, mis dos hijas de seis y cuatro, y
mis osos de felpa.
He
vivido en una casa amplia con balcón, terraza, cuarto de servicio, dos baños y
varias recámaras; he vivido también en un departamento de paredes blancas arriba
de un Oxxo; sin olvidar la casita linda de guano donde no era raro hallar
gusanos peludos y arañas; luego, en un cuarto sin más que una barra para usar
de mesa y un colchón inflable; en un departamento alargado, con habitaciones
sucesivas, donde Argelia me sacó las fotografías más hermosas que me han
tomado; en un condominio con arcos al frente, cerca de las vías del tren; en
una casa cerca de otras vías de tren, cuyo piso estaba siempre cubierto con
arena de playa, a pocos metros de un entronque en el que había balaceras y embotellamientos;
en una casa llena de ruidos y latas de cerveza donde nunca pude dormir; en una
casa de paredes húmedas en las que crecía el moho, de la cual hui una mañana
sin saber a dónde iría; en una casa fresca habitada por mujeres amables y en
otras más hasta llegar a mi ubicación actual: un departamento de tres piezas en
Guadalupe, con unas escaleras empinadas y estrechas que me aíslan, un tanto,
del resto del mundo.
En
cada lugar al que llego, lo primero que busco es montar mi estudio. Puedo no
tener cama o estufa (de hecho, sigo sin estufa y la que era mi cama, se la he
donado a mis hijas), pero me resulta intolerable no tener un espacio para mis
libros y mi laptop. Debido a mi nomadismo y a mi dificultad para sentir apego
por la mayoría de los objetos, varias veces lo he abandonado todo (o casi). Ha
habido épocas en que mi estudio ha consistido en un par de cajas, de las que
usan en los mercados para almacenar verdura, con libros y papeles sueltos.
Otras veces, como ahora, tengo una habitación con libreros, sofás, impresoras y
algunos fetiches que guardo de mis viajes. Es como si tuviese la necesidad de
avanzar en espirales, llevando conmigo solo lo indispensable y me he dado
cuenta que no es mucho. No necesito demasiadas cosas para vivir. Ha habido años
enteros en que he sobrevivido con dos mudas de ropa y un solo par de zapatos.
No es el caso ahora, que tengo más que eso, pero no almaceno nada que no use
cotidianamente.
Mi
cuerpo, pues, es mi única casa, la única habitación que siento mía. Aunque bien
le he escrito cantos de amor a la Tierra y algunos pueblos, no es el amor de
quien se queda quieta, sino el de un gasterópodo que lleva su cuerpo-casa a
donde va. Mis hijas aún son parte de mi cuerpo, lo habitan con desfachatez, lo
saben suyo. Mi hijo mayor se ha separado, ya, en buena medida, pero sigo siendo
ese santuario al que vuelve a beber agua en los días desérticos. Mi madre, durante
mi infancia, fue una casa con ventanas cerradas donde se contaban cuentos de
fantasmas, me gustaba oírlos desde el pórtico; al inicio de mi vida adulta,
ella me pareció un laberinto del que quise escapar. Ahora ella es una residencia
donde se han acumulado libros antiguos y algunos vidrios rotos, si entro con
cautela ya no me corto, incluso puedo llegar hasta el tragaluz y mirar el Sol.
Me
gusta ser una casa con un estómago fuerte que avanza, retrocede, avanza, se
desmorona, se vuelve a levantar. Me imagino rodeada por un jardín. He escrito
sobre esto. Tengo un libro que aborda el tema del cuerpo como casa. He fotografiado
los espacios de mi corporalidad, sus estrías, sus tonalidades, su vellosidad
amenazante siempre rendida ante la navaja. Alguna vez el poeta Arturo Castillo
Alva dijo que mi poesía era una casa donde todos podían entrar. Me gusta esa
imagen, me agrada la idea de que mis palabras también pueden ser habitadas.
Marisol Vera Guerra.
Escritora, editora, multípara, ilustradora; ya está fraguando su próxima
mudanza.
https://www.instagram.com/p/B1FrmOPjV7g/
https://hpropias.blogspot.com/
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