Mi
madre no me dio la lengua de mi bisabuela porque quería protegerme del miedo,
así como me protegió de los virus, los ácaros, los pelos de gato. A cambio me
dio la cualidad de echar la tristeza en un frasco para que no amargue la
conserva de frutas que pongo cada mañana en mi mesa. Cuando mis hijas me
preguntan qué guardan esos frascos en lo alto de la repisa no puedo mentirles,
les digo que son todas las lágrimas que no he tenido tiempo de llorar, y ellas
ríen, saltan lanzando manotazos y a veces tiran alguno; juegan, entonces, a
echar barquitos de papel sobre la corriente que inunda el piso. Me maravilla
que tanto dolor pueda caber en un par de glándulas y emerger de las pequeñas
fosas, simétricamente ubicadas en cada rostro. Pienso en las historias drenadas
por esos conductos. Y pienso en cada palabra escondida en esa región del alma a
la que ningún explorador ha logrado llegar. Ese abismo donde aletean las
bestias primitivas que solo en sueños hemos visto.
Y
mientras voy limpiando ese líquido viscoso, leo mi reflejo: mi cuerpo es
lenguaje porque su color guarda la memoria de mis ancestros, en mi vulva
cortada y cosida y vuelta a cortar con la pasión del carnicero está el signo de
todas las mujeres que parieron antes de mí –no se da vida nueva sin perder un
poco de la nuestra–. En mi piel está escrito el llanto solitario de mi abuela;
en la sangre que derramo a ratos, el grito de una niña sedienta que nadie sabe
de qué murió; en la planta de mis pies, la huella de los hombres que se
perdieron en una botella de aguardiente o en un tratado de alquimia.
Cuando
el piso ha quedado limpio, otra vez, y mi repisa en orden, reviso los ojos de
mis hijas, por si se ha metido en ellos alguna basurita, un trocito de vidrio,
un huevecillo de pez. Algunos animales acuáticos, ya lo sabemos, buscan miradas
para vivir y no hay que dejarlos crecer mucho porque podrían comerse el color
del iris, podrían convertir nuestras pupilas en remolinos.
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