Hay
días en que pierdo mi tristeza, no me refiero a los días en que ella no está
conmigo, sino a esos otros, cuando la empujo debajo de la cama o del sofá, como
cuando una barre apresuradamente porque vienen visitas. Y es que a veces hay
una niña llorando en la habitación porque no encuentra sus zapatos de bailarina
y tengo que ir, presta, a ver si juntas los hallamos; y es que a veces hay un
niño que sueña con ser hombre y me pregunta si nuestra especie va a sobrevivir
un 10% de lo que estuvieron los dinosaurios sobre la Tierra; y es que a veces
hay una sirena que abandonó su castillo rodeado de tritones y, aunque es feliz
conmigo, extraña las profundidades del mar; y es que a veces llega el casero a
recordarme que el calendario dio, ya, una vuelta completa; y es que a veces los
libros se acumulan en el umbral, con sus cientos de hojas manchadas de tinta. Y
entre todo ello la tristeza se me pierde, se me olvida dónde la he puesto, pero
sé que sigue aquí, en algún lugar de la casa, a un ladito de mis costillas o
arriba de la estufa que se yergue a media cocina como un monumento a mi torpeza
culinaria. Y como no le pongo atención a la tristeza, esta se vuelve una masa
pegajosa que va desprendiendo poco a poco un vapor gris. Porque ella necesita
ser vista, ser reconocida, ser abrazada. Solo así podrá salir de mi casa y
dejar espacio, de nuevo, para la alegría. La alegría, digo, no la dictadura de
la felicidad. Porque en este mundo donde nos obligan a sonreír, donde la
tristeza es la peste de la que nadie se quiere contagiar, es la habitante
vergonzosa a la que debemos esconder entre los cacharros cuando nos viene a ver
el publicista, el vecino, el mercadólogo, el estilista, estar triste es
traicionar los buenos principios de la gente educada. Y luego cuando una la
encuentra, por fin, agazapada como un animal en la esquina polvorienta del
clóset, viene la parte más difícil de la convivencia con ella: tocarla sin
dejar que nos devore –es comprensible su hambre, la hemos dejado ahí por horas,
tal vez años–; mirarla a los ojos sin perdernos en sus pupilas hondas, que sin
duda querrán succionarnos; decirle que siempre habrá un lugar para sus gritos,
pero vencer la tentación de ofrecerle un espacio en nuestra cama. Y luego
soltarla. Porque ella, en realidad, solo está aquí para decirnos algo acerca de
los huesos rotos o sobre las tumbas que se quedaron abiertas en la infancia,
algo que el gozo no podría decirnos jamás.
Literatura & Psicología
10.8.19
Hay días en que pierdo mi tristeza
De lo ordinario, el amor y la memoria
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