Literatura & Psicología

13.6.19

La experiencia del dolor


El dolor es parte de nuestra condición humana, no podemos (ni debemos) evitarlo, más bien, reconocerlo, asumirlo y soltarlo. El dolor, físico o emocional, nos avisa que hay que detenernos a revisar algo. ¿Imaginas llegar a tu casa y descubrir que perdiste un trozo de tu cuerpo, así, nada más, sin percibirlo, sin saber cómo ni dónde? Qué bien que el dolor nos avisa cuando algo anda mal. 

Irónicamente, una de nuestras mayores fuentes de sufrimiento es la expectativa de vivir sin dolor. Sufrimos porque no alcanzamos ese estado ideal en el cual el dolor ha desaparecido de nuestras vidas por completo, en lugar de asumirlo como una parte de nuestro paso por el mundo, unas veces estará presente y otras no; unas veces podremos anticiparlo y otras llegará de manera imprevista. 

Hay dolores que son inherentes al crecimiento, como el duelo por abandonar la infancia o por despedir a una persona que ha concluido su ciclo con nosotros, y hay dolores que vienen de acontecimientos que rompen nuestra lógica, que nos parecen por completo absurdos e inenarrables. Cada persona lo elabora de manera distinta, de acuerdo a su dinámica individual, a su cultura, a sus recursos internos, etc. No debemos, jamás, menospreciar el dolor de otros, no sabemos cómo lo están experimentando, lo que ellos están viendo desde su perspectiva.

El sistema en el cual vivimos parece hecho para evadir el dolor, pero como no es un alivio real el que nos ofrece, cuando volvemos a ponerle atención, nos sentimos frustrados y más angustiados que antes, nos sentimos como fracasados por no haber alcanzado ese estado de felicidad que, se supone, define a las personas exitosas. Si nos enfocáramos, mejor, en acompañarnos en los momentos de dolor, en sentir las emociones a profundidad, en nombrar lo que nos está pasando, tendríamos más probabilidad de construir un estado de armonía y paz. Y si fuésemos capaces de comprender que esa armonía no es estática, que a veces habrá sobresaltos y duelos, no nos frustraría la idea de abandonarla. 

No es un proceso fácil. Uno puede tomar el dolor e identificarse con él, asumir que la experiencia no va más allá, que ahí termina todo. Muchos padecimientos psíquicos y muchos vínculos traumáticos se mantienen, en buena medida, porque las personas se han identificado con el dolor, y este no es solamente una idea que se puede modificar de un día para otro, sino un desequilibrio de todo el organismo, a nivel químico. Desidentificarse con el dolor conlleva volver a tejer la realidad, es decir, establecer nuevos hábitos, aprender a mirar desde otras perspectivas, crear nuevas conexiones neuronales.

Solo cuando observamos nuestras propias emociones podemos desarrollar la empatía. La empatía no consiste únicamente en desear el bienestar de alguien más, sino en una disponibilidad de acompañarlo y dar lo que él realmente necesita, desde nuestras posibilidades, sin exigirnos hasta el agotamiento y sin querer obligar al otro a recibir lo que nosotros creemos que es mejor para su condición. 

Hay dolores que parecen no irse nunca, que están allí como un pozo que no deja de manar y, no sé, tal vez ahí sigan, porque lo que los ha ocasionado es algo demasiado grande. No te puedo decir que eso pasará. No tengo certezas para ello. Lo que puedo decir solamente es que necesitamos evitar el aislamiento, fortalecernos unos a otros con redes de apoyo y amor, que podemos fortalecer nuestro espíritu y no ser indiferentes hacia el dolor de nuestros vecinos y hermanos, incluso de aquellos a quienes no conocemos pero con quienes compartimos humanidad.


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