Una anda de aquí para allá por la vida siendo lastimada por otras personas en las que ha confiado y no sabe por qué, si solo les dio amabilidad; de pronto nos percatamos de que esa gran cualidad que es la empatía puede ser usada en nuestra contra cuando no va acompañada de la perspicacia, de la capacidad de reaccionar ante las situaciones de peligro. Entonces una se da cuenta de que es hora de dejar morir a la mujer demasiado buena para que nazca otra, más fuerte, no tan inocente pero sí más madura.
Comienza el viaje interior por esos túneles oscuros, que no nos habíamos dado cuenta de que existen, que nos llevan finalmente a la raíz de la herida. Allí está la tierna flor de la infancia y allí está la tijera que cortó de tajo esas ramitas de la autopercepción que se esforzaban por alzarse frente al espejo. Allí está la madre o el padre que no supo cómo abonar la tierra fértil del autoconocimiento porque ella o él también estaba mutilado.
Entendemos que cuando nos cortaban una rama creían estarnos podando como a esos árboles, con formas elocuentes, que llenan algunos jardines, y no se daban cuenta de que en realidad nos quitaban nuestros sensores para sobrevivir en la agresión del bosque.
Llega, pues, el momento de enderezar nuestro tronco, de agitar nuestras ramas y hacerle brotar los frutos rojos y vibrantes de la vida. Esta vez nadie nos los arrebatará.
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