Las veo correr por un
pasillo de mi casa, cada una con dos pies muy pequeños que se ajustan
perfectamente a las ondulaciones del aire que ha entrado por las ventanas
rectangulares. Tomando en cuenta que dichas ventanas son estilo rococó y
bastante altas, podríamos considerar una densidad de oxígeno proporcional a la
cantidad de líneas y dorados garigoleos (nótese que los eruditos han olvidado
incluir esta palabra en el diccionario) que llenan la habitación. Sus cuerpos
espigados, apenas voluminosos, dejan una estela de ruido al pasar. Recuerdo
entonces mis lecturas de aquel viejo libro de física donde se habla sobre las propiedades
del sonido, pero hay algo diferente aquí a lo que antes he observado en los objetos
del mundo: en este punto exacto en que la percusión de sus plantas se intensifica
y sería lógico suponer que se están acercando, de pronto todo rastro auditivo
se esfuma. Los dos cuerpos, diseñados según la proporción áurea, en su claridad
iridiscente, desaparecen. No del todo. Saltan, dirían los cuánticos. Es aquello
que ciertos herederos de la cátedra de Newton llamarían una singularidad. Juro que casi puedo meter el dedo índice en la
fisura hecha sobre el tejido de esta cuarta dimensión. Pero no me atrevo, no
tengo idea de hacia dónde saldría el otro extremo de mi falange.
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