Laura Fernández, Di(habla). Alja Ediciones, 2016.
Ver sin hablar es estar muerto.
Emilio Prados
I
La mujer atada a su lengua, por donde se irriga electricidad, tiene mil formas de pronunciar su nombre. Pero la mujer no quiere decirnos su nombre, prefiere decorar las paredes de gritos, porque el grito es el espejo que reanima su existencia. El aire pasea en la caja de resonancia, dice, y vemos esa densidad entrando y saliendo de sus versos tan rápido como palpita el Corazón de un ave.
II
Todos aquí tenemos la lengua cortada, nos la cortó el rayo divino al querer erigirnos un nombre en los cielos; “aquel responde en mil idiomas –dice la mujer que escribe este libro– quiso confundirnos, tal vez con los vivos / y nosotros tomamos clases de inglés / aprendimos la poesía y el código binario”. Así, los hablantes nos diseminamos por el mundo, donde eclosionaron lenguas como flores y, de este lado, llegó el conquistador a cortarlas con la espada y nos brotó una nueva, cual cola de salamanquesa: larga, sagaz, mudable.
Porque no se puede estar vivo sin hablar (con la boca, con las manos, con la piel, con la quietud que es también una manera de aullar). Porque la vida no es otra cosa que lenguaje, un código milenario inscrito en las células, un mensaje cifrado en membranas o cuerdas que se repite infinito en cada forma de la naturaleza; Laura expone esta fatalidad en sus poemas y cada poema suyo es un universo autocontenido en una cáscara de nuez (o de no es).
Pero Laura no necesita comprobar teorías ni descifrar ecuaciones, simplemente se adentra en ese territorio íntimo donde X siempre es una función de Yo. Luego, encara al incauto lector: Si yo soy un suceso… Interrúmpeme con tu manecilla. Ella misma se ha transformado en tiempo no lineal, tal vez prefiera ir en espirales, tal vez moverse entre los espacios de Calabi-Yau, tal vez crear una nueva dimensión. Hacia delante, en retroceso, hacia dentro de sí misma, en cualquier caso, la poeta ha de trazar un camino y, dijera María Zambrano: “para hacer cualquier camino ha sido necesario arrasar, destruir”.
Cuentan los huicholes que el héroe Kauyumari encontró un peyote que era una mujer, al copular con ella “fue devorado por la barranca”. La tierra –lo saben los hacedores de mitos– es también una mujer que trepida, que abre su cuerpo volcánico para escupir lava (o letras, signos que calcinan) para arrasar a los hombres. Este libro es igual que ese trepidar terráqueo, un volcán que muerde, succiona, devora como el Chichonal, donde, aseguran los zoques, vive Piowačwe, la “vieja que se quema”, con dientes en su sexo.
Escribir es una forma de morder. Una mujer que escribe es una mujer que agrede –que enseña los dientes–; ha dejado de ser pasiva, quieta, fría. Su abertura estuprada por el parásito de los siglos se convierte en garganta hambrienta. Laura insta al gusano capaz de contentar la noche fálica: “No conoce el principio de incertidumbre / no conoce la entropía de la que dispongo, / ¿ignora acaso que el tiempo no lineal / lo habitan las vaginas violadas?”
Si –haciéndole caso a Lévi-Strauss–, “en el mito todo puede suceder”, también en la poesía, también en el sueño; especialmente en la poesía como la de Laura Fernández que, a mi juicio, es tan parecida a los sueños, esas pesadillas infantiles que nos despertaban al filo de la madrugada sudando el horror más cándido. Entonces, a través de la escritura, la poeta, la mujer, se libera. Volviendo a Zambrano: “La palabra, ella misma, de por sí, es libertad”.
¿Existen súcubos inocentes? ¿Hay alguna di(habla) a la que abrazaríamos mientras duerme? ¿Un espíritu que no roba la semilla de los hombres sino los jeroglíficos para modelar un lenguaje nuevo?Quizás, aquí.
Éste es un libro volcán, un libro súcubo, un libro dentado. En estas páginas los rostros de la gente son una plastilina moldeable; la realidad se compone de bloques diminutos que pueden desmoronarse al menor soplo –y quién sabe qué oscuro agujero la devoraría.
Wooow!Si el poemario es tan interesante como tu disección, yo lo tengo que leer.
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