De lo ordinario, el amor y la memoria.
Mi abuela Eusebia murió en octubre del año pasado, a pocos días de que se celebrara el Xantolo en Tantoyuca. Fui a casa de mis padres, quienes la cuidaron con amor y paciencia hasta el último minuto de su existencia en este plano.
Desde que ella se fue hay días en que despierto con la sensación de que la comida ha perdido todos sus sabores, los objetos del mundo se mueven lejanos a mí, como si el aire fuera una masa densa y pesada. Pienso en su ataúd y la imagino dentro y siento unas ganas tremendas de abrazarla como lo hacía siempre cuando estaba con ella, nunca fui demasiado adulta para no meterme bajo sus cobijas y recargar mi cabeza en su pecho. Recuerdo lo fría que era su piel la última vez que pude besarla y como su voz se iba adelgazando igual que un hilo hasta perderse en el umbral de las sombras.
Desde que dejé la casa de mis padres para estudiar la universidad, cada vez que la visitaba, mi abuela me decía, riendo, que iba a hacer brujería para que no me fuera de nuevo. A veces los aguaceros hacían desbordarse el río Pánuco y yo debía esperar un día más, entonces ella me contaba que la brujería le había salido bien.
En los momentos grises, cuando algo pesaba demasiado en mi pecho, le llamaba por teléfono y no, no le contaba mis problemas, no me quejaba con ella acerca de nada, le hablaba para decirle te quiero y sus risas, sus yo también mijita, me devolvían el alma al cuerpo.
Cuando la salud de mi abuela comenzó a decaer supe que la próxima vez que la viera sería para despedirla. Cada mañana yo pensaba hoy es el día de verla y como me faltaba el recurso, la forma, me entristecía, entonces recordaba cierto capítulo de la Dimensión desconocida en la que una mujer anciana posponía su muerte cada noche para conocer el desenlace del cuento que otra persona le contaba, pero al finalizar ese cuento de inmediato empezaban a contarle otro y así infinitamente. Eso me hacía creer que como mi abuela me estaba esperando viviría un día más.
Cuando volví a Monterrey me traje pan del que había quedado de su funeral y también pan de muerto que compré en la plaza. Durante los días siguientes, al despertar me sentaba frente a un pequeño altar con mi taza de café y elegía cuidadosa el capricho, la revuelta o la rosca con que acompañaría a mi abuela; bebiendo y comiendo platicaba alegre con ella como en la mesa de mi infancia. Una noche soñé que un hombre se robaba el pan del altar y yo lo corría a golpes diciéndole que era sagrado. Algunas piezas que no me atreví a comerme se quedaron quietas en sus platitos hasta que acabó el año y por un efecto de petrificación seguían viéndose como el primer día. Cuando me mudé de barrio me las traje conmigo. Pensé en conservarlas siempre. Pensé que ni las hormigas ni el tiempo las harían polvo. Pensé en envejecer junto a ellas. Hace unos días me di cuenta de que mi casa estaba hecha un desastre, cosas tiradas por todos lados y al estarla limpiando encontré el pan de muerto que ya tenía más de siete meses. Acaricié su dureza y me dije, ¿a qué te aferras, Marisol? La vida sigue y las emociones no deben momificarse. Entonces decidí dejarlo ir. Por estos días llovió mucho en Monterrey, mucho más de lo que había visto llover desde que vivo en Nuevo León. Y les dije a las nubes, sí, abuela, aquí estoy, no me voy a ir nunca de ti, la brujería te salió bien.
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