Publicado en La Razón. Tampico, Tamaulipas, jueves 15 de enero de 2015.
Hace
un par de días leí una entrevista al filósofo navarro Gregorio Luri, en la cual
enfatiza la necesidad de que los padres, al educar a sus hijos, les enseñen a
superar las frustraciones inevitables. Estoy completamente de acuerdo con ello,
pero me detengo en su afirmación de que “los padres que quieran hijos felices
tendrán adultos esclavos de los demás”. Habría que ver, primero, qué es lo que entiende el señor Luri
por “felicidad”.
Aunque
no soy muy partidaria del psicoanálisis, voy de acuerdo con Anna Freud en que
necesitamos cierta dosis de frustración en la infancia para aprender a manejar
los problemas de la vida adulta. El nacimiento es nuestra primera frustración,
abandonar de tajo el útero en el que todo está proveído. Por otro lado,
enfrentar a los niños con la frustración durante los primeros años, sin darles
soporte emocional, fracturará su confianza en sí mismos. Sin afán de ponerme
freudiana, creo que la madre es la principal fuente de la fortaleza, del éxito
o del fracaso de un niño ante el ambiente. Coincido en que la niñez es una
etapa terrible y no tan rosa como nos la venden; también la adolescencia es una
etapa terrible, la adultez es una etapa terrible, todo, pues. Pero dentro del
caos hay orden, dentro de lo terrible hay luz, y creo que tanto se requiere simpleza
para pasarse toda la vida jubiloso (un permanente estado de júbilo es lo que
parece entender este filósofo como felicidad), como para pasársela en la
quejumbre. Existen demasiados matices en la existencia humana para confinarla a
un solo estado.
Me
parece que el punto flaco del enfoque de Luri es que ha adoptado el concepto de
“felicidad” más manoseado, sin dar lugar a una definición más flexible. Él dice que no hay que amar a la felicidad
sino a la vida. Para mí “ser feliz” significa, precisamente, amar a la vida. Me
parece algo parcial la perspectiva de que “la sociedad no les va a medir por su grado de
felicidad, sino por aquello que sepan hacer”. Yo, que amo mi trabajo y a mis
tres hijos, sostengo que nadie es verdaderamente feliz si no hace lo que
ama hacer, porque si hace lo que ama hacer tendrá la oportunidad de desarrollar
sus habilidades al máximo.
No
demerito por supuesto estas opiniones, antes trato de complementarlas con mi
particular punto de vista y apelo a que este tema de la felicidad sea
revalorado a la luz de nuestro siglo. La filosofía tiene mucha tela de donde
cortar actualmente. Creo que el punto clave es aprender a tomar decisiones
desde la niñez. Concibo como un niño feliz a aquel que aprende a decidir sobre su propia vida.
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