
“Dying is an art”, leí hace
años en aquel famoso verso de Sylvia Plath, y yo que aún no tenía dos pequeños
hijos a quienes dejarles jarritas con leche junto a la cama y tampoco un horno
para meter la cabeza (ni siquiera de microondas), lo tomé por una teoría
válida. ¿De qué se trata, de dónde viene esa pulsión de muerte que ha
perseguido a tantos artistas y no pocas veces ha ganado la batalla?
Incontables mitos se han alimentado a raíz
de esta insana necesidad de confesarse. O esto decía Albert Camus, matarse es
confesar, también una suerte de venganza. Pero el suicida es, de algún modo, un
asesino. Y no, no es cierto que se odia a sí mismo; si de veras se odiara se
quedaría vivo, él quiere escaparse de algo insoportable. Pienso que hace falta
creerse demasiado importante para darse un tiro o colgarse de un árbol. Pero,
qué sé yo. Si algo he aprendido en la medianía de mi existencia es que las
razones para matarse o para amar son incomprensibles. El amor y la muerte se
parecen, ¿no? El arte, según veo, es una expresión de amor puro. La poesía, la
danza, la pintura, en el momento que se adueñan de una voluntad la acercan a
ese vértigo que nace, también, en las almas de los enamorados.

Ahora, en esta época tan práctica, en la
que creerse un semidios por escribir poesía resulta obsoleto y grotesco, hemos
aprendido a suicidarnos de manera masiva, en forma tácita y lenta, no como
dioses sino como mortales comunes.

Encabezando mis libros de poesía aún está
el de Ariel, donde por primera vez leí que morir es un arte; ya tengo dos
hijos pequeños, sigo sin horno y, la verdad, no me atrae la idea de servir
leche en jarritas ni de amanecer oliendo a gas.
Imágenes en orden de aparición: Sylvia Plath con Frieda y Nicholas; Petya Dubarova; Nicholas Hughes.
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