No
suelo ponerme a leer a un autor sólo porque ha sido galardonado con el Nobel o
con alguna otra distinción; los premios no definen mis gustos literarios, sino
cierto magnetismo –permítaseme llamarlo así– surgido, de manera espontánea,
entre una obra –o la posibilidad de ella– y yo. Esta vez realmente sentí esa
fuerza de atracción hacia la escritora canadiense Alice Munro, en parte, no lo
niego, por ser la decimotercera mujer en recibir este premio en la categoría de
Literatura, y también porque sus fotografías circulando por la red me inspiraron
la promesa de unas letras amenas y profundas. No es la primera vez que me dejo
llevar por mi intuición: la mirada de un artista lo dice todo.
Ha sido un placer
comenzar a ser su lectora. Este es uno de esos momentos en que celebro encontrarme
con una voz templada, concisa, limpia de cualquier exceso. En realidad esta voz
lleva mucho tiempo dando frutos: Munro, que nació en Wingham, Ontario, el 10 de
julio de 1931, es autora de doce libros de cuentos y de la novela La vida de
las mujeres. En la configuración de sus relatos se transluce su experiencia,
durante una parte de su vida, en una granja.
Cito la reflexión
de Munro, tomada del artículo “El final de las historias” de Sandra Lorenzano
–voraz lectora suya–: "La vida de la gente
es suficientemente interesante si consigues captarla tal cual es, monótona,
sencilla, increíble, insondable".
En efecto, no tardé en comprobar que esta autora
es capaz de darle un matiz de extraordinario a lo ordinario. Mi primer encuentro con la "Chéjov canadiense" (llamada así por la
escritora estadounidense Cynthia Ozick), se dio a través del cuento “Radicales libres” (parte
del libro Demasiada felicidad), 24 páginas que se deslizan como agua,
asequibles a través de Internet.
Una mujer viuda, sin hijos, se encuentra un día ante su
cáncer y la ausencia de su marido, intentando llevar lo que le queda de vida
con la misma diligencia que bebe el vino. Las descripciones son sencillas y
enmarcan una cotidianidad estremecedoramente clara. Porque cualquiera de
nosotros puede estar una mañana, sentado en su casa, pensando que hace mucho
calor, y de pronto recibir la visita de la muerte, sí, la muerte que parece adelantarse
a los días en que la esperábamos, y que con sutiles escarceos nos coloca sobre
un vértigo natural sin animarse a dar el toque último a su obra.
Lo que sí es un acontecimiento poco
ordinario es que se otorgue el Nobel a una cuentista; entre la fila de los
galardonados suele preferirse a los novelistas. Quizá Munro no haya tenido
tiempo de escribir las grandes novelas que soñó (pero ganó maestría en el relato corto), ya que, según veo, una parte
significativa de sus escritos nació mientras sus hijas dormían la siesta. Y
bueno, para seguir honrosamente su ejemplo, me apresuro a terminar esta columna
y a degustar un nuevo texto suyo, antes de que mi pequeña hija despierte.
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