De lo ordinario, el amor y la memoria
Dibujar se me hizo siempre de lo más natural.
El dibujo, por supuesto, vino antes que la escritura, sólo era cuestión de
alzar la mano, dejarse llevar por la forma, esperar a que el lápiz tomara su
curso sobre la hoja. Quienes fueron mis profesores de primaria (mi madre
incluida) darán fe de esto, me pasaba las clases haciendo monitos y con aire
distraído. En secundaria fue más evidente. Fobia social y depresión a los trece
años hicieron que me encerrara en este hábito, bueno, también en mis libros,
¿qué habría hecho en esa época sin mis lápices y mis cuadernos, sin Poe, sin
Bécquer y sin Verne? Escribía cuentos y ocasionalmente algún poema. Por las
noches me convertía a mí misma en el personaje de un cómic, en el que era una
niña popular y no el bicho raro que devoraba libros, ¡ah!, y a todos los chicos
que me caían mal les sucedían cosas extrañas.
En el
C.B.T.i.s dibujar se hizo verdaderamente necesario para la supervivencia,
¡tener que estudiar informática cuando todo mi organismo clamaba por las artes!
En realidad había pensado que sería científica, desde niña era aficionada a
leer sobre física teórica y astronomía. Me di cuenta de que esto obedecía a mi
curiosidad natural por entender la existencia, pero lo que de veras, de veras
me gustaba, era escribir cuentos y, de vez en cuando, me entretenía haciendo
sonetos y redondillas. Sería escritora, sin duda, estudiaría en la facultad de Filosofía y letras
en la Universidad Veracruzana. Además me gustaba la fotografía. Corrían los 90,
así que las cámaras digitales eran un sueño, había que esperar pacientemente a
juntar el costo del revelado para ver impresas mis fotos de gatos y paisajes.
La escuela me
parecía horrible, los maestros aburridos y mis compañeros de
grupo, algo así como extraterrestres. Pronto podría largarme a la universidad,
sólo tenía que aguantar un poco. Pero, he aquí donde los hados meten la nariz:
me enamoré y allí voy, siguiendo a mi amorcito, que estudiaría en Ciudad Madero, y como no hallé por el rumbo nada que tuviera que
ver con Letras, volví a mi amor primero hacia las ciencias, y ya que no podía explorar el cosmos, acabé estudiando la mente humana: Psicología.
La universidad
fue un oasis de absoluta tranquilidad. “Artista”, me llegaron a decir algunos
profes, tal vez resignados a que no podía ponerles atención sin estar
rayoneando mis libretas. Un día se me ocurrió pintar. Me hice de unos lienzos,
tubos de oleo, pinceles y aceite de linaza. Pinté como dios me dio a entender
y, en medio de mi megalomanía, se me ocurrió que esos cuadros podían
exponerse, así, por ahí de 2002 monté la única exposición de mi vida en el café
Bambú, lo cual me sirvió para confirmar que verdaderamente mi propósito al dibujar era aislarme de este mundo, estar en un espacio propio
donde las pesadillas se volvieran línea y sombra. Un par de años después rompí
mis cuadros y los eché a la basura. No volví a dibujar. Lo intenté cierta
madrugada quejumbrosa de 2006 en que garabateé hasta el cansancio y guardé otra
vez mis cuadernos, mis lápices y mis plumas. Por cierto, ya me andaba
divorciando de mi amorcito del bachillerato. ¡Si hubiera sabido! Me apegué
entonces más a la cámara, casi secretamente, no fuera a ser que alguien
descubriera mi amor por las imágenes (quizá por ello, alguna vez, me enamoré de
una fotógrafa).
Una tarde de
2012, arrellanada en mi panza de embarazada, en un café regio de cuyo nombre no
logro acordarme, junto a Laura Fernández, que es artista visual, de pronto sentí la pulsión,
el arrebato, esa sensación que creí muerta, que pensé se había ido en el camión
de la basura entre las mantas deshilachadas. Yo te maté, quise decirle, yo te
ahogué con mis propias manos, pero allí estaba de nuevo ese impulso, a guisa de
aquel shining de Kubrick
y King. ¿Qué le hacía? Llegué a mi departamento, tomé una hoja de papel bond y una pluma Bic.
Ahora sigo
dibujando en cuadernos y en hojas sueltas, lo que mi parca economía me permite; tomo fotos mientras mi cámara no
esté empeñada o hecha pedazos en algún terreno baldío. Lo que más fotografío
son insectos, gatos, muñecas y a mí misma. Tal vez todas son maneras de hacer
autorretratos. ¿Qué si me interesaría perfeccionarlo?, hasta ahora nunca me ha parecido otra cosa que mi manera de salvarme.
A veces
muestro mis imágenes, quizá para hacer menos pesadas las horas de donde emergen
estos fantasmas, quizá este sea un modo de exorcizarlos. Quizá sea una manera
de conservar la ternura cotidiana, afuera, atrapar un poco de luz en la
pantalla y dejar que los monstruos reposen tranquilos en el papel.
Imágenes en orden de aparición: Sombra, Equilibrista, mvg.
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