En
la primera escena de Fresas salvajes (la famosa película dirigida por Ingmar Bergman), Eberhard Isak Borg, médico
septuagenario a punto de recibir un Doctorado Honoris Causa, escribe en sus
memorias: “Nuestra relación con otras personas consiste, principalmente, en
discutir y juzgar el carácter y la conducta del prójimo”. Por ello, él ha
venido rodeándose de soledad. Una forma de aterrizar aquella frase Sartreana:
“el infierno son los otros”.
No llego a esta actitud extrema; creo que,
más allá de tan recalcitrante hábito humano, existe el amor auténtico que puede
prodigarse a otro ser vivo, a la naturaleza, a un arte o a lo que sea, pero
(y aquí acudo a Fromm) se requiere desarrollar una capacidad que (a mi
entender) requiere inteligencia y sensibilidad, una correspondencia de
elementos poco común en una sociedad globalizada, en la que no hay tiempo para
pensar, ni para sentir, ni para ser uno mismo, más que para consumir (las
energías, la juventud, el dinero, los sueños y el propio tiempo).
Al llegar las épocas navideñas, por
ejemplo, se mide la generosidad a través del tamaño de los regalos y se
confunde la felicidad con los excesos.
En mi casa no festejo la Navidad. Es, en
primer lugar, una celebración religiosa y hará cerca de veinte años que no
profeso religión alguna. En realidad, ni el día de Reyes, ni el de San
Valentín, ni tantos otros de cuyo nombre no quiero acordarme, tienen para mí
especial significado, dada su envestidura de artilugios comerciales.
A pesar de todo, cual remanso, encuentro
de vez en cuando gente sencilla que, de manera muy particular, expresa
sentimientos reales y es capaz de transmitir auténtica alegría y afecto por los
demás en estas fiestas (y en distintas épocas, porque los buenos
sentimientos no tienen fecha ni caducidad). Así, recibo con beneplácito una
felicitación cuando es sincera (no tanto cuando llega en un mail cadena, junto a otros
cincuenta nombres).
Ahora comienza un nuevo año y esto, al
margen de connotaciones sentimentales, representa una oportunidad para hacer
inventarios de nuestras metas alcanzadas y de las que nos faltan. Y, haríamos
bien en detenernos un rato en la frase de Isak Borg, ¿en qué se basan nuestras
relaciones con los demás, en una aceptación mutua o en la idea tormentosa de
cómo quisiéramos que fueran?
No veo mucho caso en celebrar con
pirotecnia la Independencia de México mientras no seamos capaces de construir
una nación segura, ni en que los chavos compren osos de peluche gigantes para
una novia a la que no son leales. Mucho menos hallo sentido en talar un árbol
para que adorne una casa durante un mes y luego vaya a dar al bote de basura.
Mis simpatías están con esa gente franca y
amable que cualquier día da un detalle, y con quienes simplemente deciden
permanecer en su espacio, sin hacer barullo y sin prisa por gastarse.
Apunté más arriba que no profeso religión,
sin embargo, considero que la vida –en su nivel más profundo– está llena de
espiritualidad. Creo en el misticismo natural de la tierra, en el orden
matemático del universo, en el amor como única experiencia que nos hace vivir
en plenitud, en este gajo de tiempo arrancado a la eternidad, antes de volvernos
polvo.
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