Publicado en La Razón. Tampico, Tamaulipas, miércoles 13 de junio de 2012.
Hace años, un conocido me preguntó por qué sólo me
gustaba leer a escritores muertos, en alusión a que, ante la común pregunta “y
qué estás leyendo ahora”, en lugar de hacer gala de vastos y sesudos conocimientos sobre
literatura contemporánea, yo solía responder algo como La Odisea o El
Quijote. Simplemente contesté –más
para mí misma que para él– que no me parecía que las obras de arte pertenecieran
al tiempo, ni que un autor muriera mientras se le siguiera leyendo.
Claro, una
obra no puede ser entendida afuera de su contexto –de por sí, una pieza
literaria permite tantas lecturas como lectores creativos haya, aun cuando sean
coetáneos–; sería ridículo asomarnos a La Odisea sin tomar en cuenta la época
en que se escribió (S. VIII a.C.), pero si ha sobrevivido cerca de tres
milenios es porque obviamente en cada generación este libro sigue teniendo mucho que
aportar. El referente de época es, por supuesto, indispensable para los
filólogos.
La Real
Academia de la Lengua Española define el término “Clásico” de la siguiente
manera: “Dícese del autor o de la obra que se tiene por modelo digno de
imitación en cualquier arte o ciencia”.
En el sentido aquí
expuesto, los Clásicos son nuestros modelos a seguir. La Iliada sigue vigente
porque es un retrato universal de la Naturaleza humana, porque trata todos los
grandes temas: la vida, el amor, la muerte, ¿qué se puede decir afuera de
ellos? Cualquier otro tema no será más que una variación de éstos.
“Lean los
clásicos, especialmente los escritos en su lengua” solía ser un consejo muy
escuchado por los escritores en formación, hasta hace unas cuantas décadas.
Estamos ahora –he oído decir con frecuencia, en más o menos estas palabras– en
la primera generación que no tiene que recurrir a los clásicos porque éstos ya
permean toda la vida, todas las obras de arte. Así, por ejemplo, si yo leo a
Vargas Llosa, quien es un gran lector de Cervantes, será como haber leído a
Cervantes. Por ende, si leo a otro autor más reciente, lector de Vargas Llosa,
será como haberme leído a ambos –a Vargas Llosa y a Cervantes– a través de este
método ahorrativo.
En la era de
la información se produce un fenómeno sin precedentes, cada dos o tres años
producimos en el mundo una cantidad de información equivalente a toda la
producida en la historia de la humanidad hasta antes de 2003. Nadie tiene
tiempo de leer todos los libros –impresos o electrónicos– que se producen al
año. Por otra parte, la vida práctica nos obliga a invertir la mayor parte de
nuestro tiempo en actividades utilitarias, ¿quién, con una familia qué mantener
y un trabajo al cual responder, se da el lujo de acabar las obras completas de Tolstoi?
Celebro la
forma en que muchos autores contemporáneos transfiguran la obra de autores
clásicos y de este modo hacen que Homero y Virgilio lleguen al cine, al Twitter
y a las regiones más insospechadas del orbe. Sin embargo, a mi gusto, no hay
nada como acceder a una lectura de primera mano –hasta donde sea posible,
tomando en cuenta las traducciones– para disfrutar la riqueza de las obras
llamadas Clásicas. Dicha circunstancia, mal entendida por algunos compañeros de
oficio, no significa que no me guste leer a ms coetáneos, sino que esta lectura
no sustituye a la otra.
Los Clásicos
están presentes, incluso, en nuestro lenguaje cotidiano y aunque no recurramos
intencionalmente a ellos estaremos dentro de ellos. Pero, en mi caso, y aunque
leo con frecuencia literatura contemporánea, no puedo imaginarme sin Dante o
Cervantes en mi cabecera.
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