Publicado en La Razón. Tampico, Tamaulipas. Miércoles 21 de diciembre de 2011.
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Leí hace poco que la pasión de José Juan Tablada por las artes plásticas –según Nina Cabrera, su viuda– comenzó con un encuentro que tuvo el poeta, a la edad de cinco o seis años, con un libro de estampas de paisajes marinos que lo impresionó. En sus memorias el artista relata otra versión: todo empezó con las visitas que hizo de niño a la casa de su tío Pancho, coleccionista de objetos de arte y pintor aficionado.
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Leí hace poco que la pasión de José Juan Tablada por las artes plásticas –según Nina Cabrera, su viuda– comenzó con un encuentro que tuvo el poeta, a la edad de cinco o seis años, con un libro de estampas de paisajes marinos que lo impresionó. En sus memorias el artista relata otra versión: todo empezó con las visitas que hizo de niño a la casa de su tío Pancho, coleccionista de objetos de arte y pintor aficionado.
¿Cuál de las dos versiones es “correcta”? Podríamos pensar que ambas lo son, o que en ambas existe algo de verdad. Incluso, pudieron ser más cosas y éste u otro hecho afortunado sólo fue el detonador del feliz parto espiritual.
¿Hasta qué punto es indispensable conocer el origen de las pasiones de un autor para comprender su obra? ¿Es posible saberlo con exactitud? ¿Podríamos señalar, por ejemplo, el instante preciso en que Mozart sintió encenderse en su pecho el fuego de la música? Bastante conocida es su condición de niño prodigio, y la manera en que la presencia de su padre influyó –y aun determinó– el desarrollo de su trabajo creativo, pero difícilmente podríamos precisar su primer contacto con el halo artístico, probablemente en la misma cuna.
Lo cierto es que todos los seres humanos, artistas o no, tenemos la necesidad de explicar quiénes somos a raíz de lo que recordamos.
Este maravilloso mecanismo de la evolución llamado “memoria” no es un archivo estático, donde las cosas se almacenen de una vez y para siempre. Nuestros recuerdos cambian con el tiempo; los años les agregan, restan o alteran colores, brillos, matices y formas. Además, nuestra memoria “llena” ciertas lagunas entre los recuerdos para darles coherencia; de otra manera no tendrían sentido en nuestra psique. Podríamos decir que parte de lo que recordamos, de lo que creemos ser o haber vivido es un tanto ficticio. ¿Y no serían, precisamente, los artistas por su natural imaginación, quienes crearían versiones sui géneris de su vida?, ¿o simplemente harían ver de manera extraordinaria hechos triviales?
Hace días mi hermano Mario me recordó una de mis primeras lecturas públicas en un café, hace unos diez años. Según me dijo, en el programa de mano –un tríptico– apunté que mi interés por la literatura había despertado “a los ochos años, al encontrar en un viejo librero de mi casa un maltrecho libro de Oscar Wilde”. Le parecía graciosa mi manera un tanto extravagante de adornar mi biografía, ya que “fue él quien me dio a leer a este autor cuando yo era una adolescente”.
Francamente no recuerdo el tríptico ni qué decía –y en efecto, gracias a Mario leí “El retrato de Dorian Gray”–, pero sí recuerdo vívidamente que siendo todavía una niña encontré en un librero, donde mi papá guardaba trebejos y papeles, un libro amarillento, a punto de deshojarse: El ruiseñor y la rosa, una colección de cuentos de Wilde, que si bien no fue lo único que me orilló a ser escritora sí representó un hallazgo importante.
Después de escuchar a mi hermano, comencé a dudar de mi propia historia. Tal vez él tenía razón y había inventado esa escena para que mis lectores me creyeran más interesante de lo que soy. Tal vez la mitad de mis recuerdos eran ficciones y la mujer que veo cada mañana en el espejo es una impostora. Al llegar a mi casa busqué como loca en mi archivero el mencionado tríptico. No lo hallé. Lo que sí encontré fue mi libro El ruiseñor y la rosa. Lo hojeé mientras me llegaba ese reconfortante olor a moho y polvo guardado entre sus hojas quebradizas. Sonreí. No todo en mí es irreal.
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