Publicado en La Razón, en tres entregas semanales: del 8 al 22 de marzo de 2011. Tampico, Tamaulipas.
Hace tres mil quinientos años la fértil ribera del Nilo albergó la huella de quien ha sido llamada “la primera feminista de la Historia”, Hatshepsut, perteneciente a la decimo octava dinastía egipcia. Al quedar viuda, con treinta y dos años de edad, esta princesa se autodenominó hija del dios Amón. Se vistió de hombre, se colocó una barba postiza y, en contra de la tradición de su pueblo, se coronó Faraón. Durante veintidós años dirigió el alto y el bajo Egipto. Una época próspera y tranquila. Tras la muerte de la soberana, Tutmosis III sepultó su nombre: siglos y siglos hubo de esperar antes de ser rescatado de las arenas del tiempo.
Entrado el siglo VIII antes de Cristo, en la isla griega de Lesbos la bella Safo cultivó el arte poético con gran inteligencia y garbo. Su elección del amor personal como principal tema literario y su condición de mujer crearon una división histórica en la poesía griega y en el papel femenino dentro de las artes: una voz propia, dulce y elegante que ensalza no el heroísmo de grandes hombres, ni las batallas épicas, ni el poderío de Zeus, sino las virtudes de las mujeres de Lesbos; la dignidad de aquella que pretende asemejarse a una diosa. Diversos historiadores e intelectuales, al paso de los siglos, eclipsaron el conocimiento de su vida y de sus Letras acusándole de prostitución y lascivia. ¿Cuál había sido su yerro sino la naturaleza de su sexo?
De los gráciles poemas de Safo han llegado a nuestras manos tan sólo fragmentos, como éste: “yo amo la delicadeza… / y se me ha concedido el amor, la luz del sol y lo bello”. El tiempo –que suele ser el mejor juez– ha reivindicado a quien Dionisio de Halicarnaso denominara “la principal exponente de la poesía lírica”.
Ceñida por el manto gris de la tragedia emerge en la memoria de los siglos la figura de Hipatia, la más grande, la primera mujer de quien se sabe que sobresalió en las ciencias exactas. Hermosa, virgen, sabia, hija del matemático y filósofo Teón, dirigió la academia platónica de Alejandría, rival de la de Atenas. Muy amada de sus discípulos, la última gran científica del mundo antiguo. En el año 415 fue asesinada por un grupo de monjes cristianos que acaudillaba San Cirilo, patriarca de la ciudad y Padre de la Iglesia Griega. Este crimen, según algunos historiadores, marcó el principio del oscurantismo medioeval y la destrucción de Alejandría como centro del saber.
Entre los siglos V y XV, transcurrió lo que se ha dado en llamar Época Medioeval en Europa. En Mesoamérica la Historia corría en otra vertiente: el esplendor clásico de las grandes civilizaciones mesoamericanas estuvo comprendido entre los siglos IV y IX d.C.
Entre los siglos XII y XV fueron desarrollándose en el valle de México las grandes ciudades-estado de habla náhuatl, donde florecieron las artes, la filosofía y el misticismo guerrero. Había mujeres que participaban activamente en la vida intelectual de esta sociedad. Destaca entre ellas “la Señora de Tula”, concubina del rey Nezahualpilli, “tan sabia que competía con el rey y con los más sabios de su reino y era en la poesía muy aventajada”.
Hemos llegado a conocer varios textos nahuas –huehuehtlahtolli–, de origen prehispánico, escritos por mujeres: consejos de una madre a su pequeña hija; las palabras de la partera a la que va a dar a luz; los solemnes discursos de las ancianas.
Uno de los testimonios de la literatura hecha durante el esplendor de Tenochtitlan es un poema épico atribuido a la princesa Macuilxochitzin, hija del guerrero Tlacaélel, que narra una de las contiendas realizadas por el señor Axayacatzin. Aquí un fragmento, traducido del náhuatl:
Sobre nosotros se abren
las flores de guerra,
en Ehcatépec, en México,
con ellas se embriaga
el que está a nuestro lado.
Ese mundo de guerras floridas, libros de pinturas y danzas rituales cambió drásticamente en los escenarios de la Conquista. La zona que llegaría a ser el México moderno constituyó un país híbrido, que portaba el estandarte de la evangelización. La ortodoxia religiosa fue el eje central del pensamiento en los tres siglos que permaneció la Nueva España. Podríamos decir que se trataba de una sociedad culta, donde se ejercitaba con sumo cuidado el arte de la palabra, pero los conceptos de individualidad y de igualdad quedaban disminuidos: se juzgaba a las personas según su raza y condición social. Las mujeres no tenían muchas oportunidades de desarrollo: se prohibía su ingreso a la Universidad y su participación en la vida política.
En el centro de aquella sociedad patriarcal, sor Juana Inés de la Cruz hizo una defensa de su sexo, anticipando el feminismo moderno. Discreta, elegante, bella, de poderoso intelecto, Juana Ramírez de Asbaje decidió convertirse en monja no por vocación religiosa, sino para poder mantenerse y dedicarse al oficio de las Letras. En su condición de huérfana, sin recursos económicos y sin interés por el matrimonio, ingresar a un convento era la opción más rentable. Sería el equivalente de una muchacha pobre de nuestros días que elige, por ejemplo, ser profesora o enfermera –sin una especial inclinación por estos oficios– a fin de llevar una vida decorosa.
Célebres son sus redondillas: “Hombres necios que acusáis / a la mujer sin razón, / sin ver que sois la ocasión, / de lo mismo que culpáis […]” Más que su valor literario, se aprecia en este poema un valor social.
En la Respuesta a Sor Filotea de la Cruz Juana Inés defiende su derecho a pensar por sí misma, un acto muy valiente si tomamos en cuenta el restrictivo contexto en que tuvo lugar. A partir de 1694, bajo la presión de los intolerantes prelados, la poeta dejó de publicar sus textos, aunque siguió escribiendo. Finalmente, se vio obligada a renunciar a las Letras. Murió en 1695 a causa de una epidemia de peste. Ya entrado el siglo, XX su vida y obra serían, lentamente, restituidas a su sitio de honor en la memoria mexicana y, aun, a la Historia Universal.
La ortodoxia continuaría prevaleciendo hasta principios del siglo XIX cuando se desencadenó la Guerra de Independencia: junto con las ideas de liberar al país se gestaba, también, una nueva mujer –aún habría de pasar más de un siglo antes de florecer una conciencia femenina moderna.
Doña Josefa Ortiz de Domínguez fue uno de los pilares que sostuvieron esta encarnizada lucha. Desde muy joven apoyó las ideas de libertad. Las tertulias organizadas en casa de los Domínguez eran verdaderos festines de poesía, música, obras de arte de vanguardia y disertaciones políticas, entre las que se fraguó la contienda.
Todos lo aprendimos en la primaria: el aviso oportuno de Josefa a los Insurgentes, la noche del 13 de septiembre de 1810, permitió que la Conspiración finalmente diera paso a la Batalla.
Acusada de traición a la Corona, Josefa habría de ser encarcelada, pero la vida pronto le permitió gozar los frutos de su labor patriótica.
Por supuesto, hubo una pléyade de mujeres insurgentes sin las cuales no podríamos hablar del México independiente, y no estaría yo, el día de hoy, escribiendo este artículo.
El año pasado, con bombo y platillo celebramos los doscientos años de nuestra Independencia. Mas, cabe preguntarnos, ¿hasta qué punto estos festejos contribuyeron a afianzar nuestra memoria y a cimentar un mejor futuro?
México es una pluralidad de rostros, ideologías y contextos. No es la nación unificada que muchas veces han querido ver nuestros gobernantes y profesores de escuela. Tenemos un sincretismo ideológico, vivencial y religioso.
No es igual la estructura psíquica de una joven mujer que ha crecido en el Distrito Federal y la de una muchacha tének de la sierra de San Luis Potosí. ¿Vive, cada una de ellas, dentro del “mismo” país?
Incluso, cuando no es demasiado grande la distancia geográfica, sí puede serlo la distancia psicológica.
¿Cómo podemos referirnos cabalmente a la posmodernidad, si en una buena parte de México ni siquiera se ha consolidado la modernidad? El estilo de vida en ciertas comunidades rurales no es muy distinto a como era hace más de 500 años. En las cabeceras municipales de las que dependen los poblados indígenas, a menudo se observan estructuras que recuerdan los usos y costumbres de la Nueva España: la ortodoxia religiosa tiene, aún, fuerte influencia en la comunidad; las diferencias raciales y socioeconómicas resultan muy evidentes y con frecuencia determinan el valor –tácito– que se le da a la persona. Dichas circunstancias no son privativas del ámbito rural, pero, definitivamente, es aquí donde están más acentuadas.
Hablar de las mujeres en la Historia es hablar de una lucha constante por pertenecer. ¿Es necesario, en pleno siglo XXI, un Día internacional de la Mujer, cuando la equidad de género debiera ser ya una conciencia colectiva?
El ser humano es propenso a olvidar, o más bien, a querer olvidar. Creo que estos recordatorios en nuestra sociedad son importantes. De aquí mi cometido de hacer una brevísima reseña, desde una óptica personal, de algunas de las mujeres que nos han signado el rumbo. Seguramente, tú, lector, podrás añadir a muchas otras.
Entrado el siglo VIII antes de Cristo, en la isla griega de Lesbos la bella Safo cultivó el arte poético con gran inteligencia y garbo. Su elección del amor personal como principal tema literario y su condición de mujer crearon una división histórica en la poesía griega y en el papel femenino dentro de las artes: una voz propia, dulce y elegante que ensalza no el heroísmo de grandes hombres, ni las batallas épicas, ni el poderío de Zeus, sino las virtudes de las mujeres de Lesbos; la dignidad de aquella que pretende asemejarse a una diosa. Diversos historiadores e intelectuales, al paso de los siglos, eclipsaron el conocimiento de su vida y de sus Letras acusándole de prostitución y lascivia. ¿Cuál había sido su yerro sino la naturaleza de su sexo?
De los gráciles poemas de Safo han llegado a nuestras manos tan sólo fragmentos, como éste: “yo amo la delicadeza… / y se me ha concedido el amor, la luz del sol y lo bello”. El tiempo –que suele ser el mejor juez– ha reivindicado a quien Dionisio de Halicarnaso denominara “la principal exponente de la poesía lírica”.
Ceñida por el manto gris de la tragedia emerge en la memoria de los siglos la figura de Hipatia, la más grande, la primera mujer de quien se sabe que sobresalió en las ciencias exactas. Hermosa, virgen, sabia, hija del matemático y filósofo Teón, dirigió la academia platónica de Alejandría, rival de la de Atenas. Muy amada de sus discípulos, la última gran científica del mundo antiguo. En el año 415 fue asesinada por un grupo de monjes cristianos que acaudillaba San Cirilo, patriarca de la ciudad y Padre de la Iglesia Griega. Este crimen, según algunos historiadores, marcó el principio del oscurantismo medioeval y la destrucción de Alejandría como centro del saber.
Entre los siglos V y XV, transcurrió lo que se ha dado en llamar Época Medioeval en Europa. En Mesoamérica la Historia corría en otra vertiente: el esplendor clásico de las grandes civilizaciones mesoamericanas estuvo comprendido entre los siglos IV y IX d.C.
Entre los siglos XII y XV fueron desarrollándose en el valle de México las grandes ciudades-estado de habla náhuatl, donde florecieron las artes, la filosofía y el misticismo guerrero. Había mujeres que participaban activamente en la vida intelectual de esta sociedad. Destaca entre ellas “la Señora de Tula”, concubina del rey Nezahualpilli, “tan sabia que competía con el rey y con los más sabios de su reino y era en la poesía muy aventajada”.
Hemos llegado a conocer varios textos nahuas –huehuehtlahtolli–, de origen prehispánico, escritos por mujeres: consejos de una madre a su pequeña hija; las palabras de la partera a la que va a dar a luz; los solemnes discursos de las ancianas.
Uno de los testimonios de la literatura hecha durante el esplendor de Tenochtitlan es un poema épico atribuido a la princesa Macuilxochitzin, hija del guerrero Tlacaélel, que narra una de las contiendas realizadas por el señor Axayacatzin. Aquí un fragmento, traducido del náhuatl:
Sobre nosotros se abren
las flores de guerra,
en Ehcatépec, en México,
con ellas se embriaga
el que está a nuestro lado.
Ese mundo de guerras floridas, libros de pinturas y danzas rituales cambió drásticamente en los escenarios de la Conquista. La zona que llegaría a ser el México moderno constituyó un país híbrido, que portaba el estandarte de la evangelización. La ortodoxia religiosa fue el eje central del pensamiento en los tres siglos que permaneció la Nueva España. Podríamos decir que se trataba de una sociedad culta, donde se ejercitaba con sumo cuidado el arte de la palabra, pero los conceptos de individualidad y de igualdad quedaban disminuidos: se juzgaba a las personas según su raza y condición social. Las mujeres no tenían muchas oportunidades de desarrollo: se prohibía su ingreso a la Universidad y su participación en la vida política.
En el centro de aquella sociedad patriarcal, sor Juana Inés de la Cruz hizo una defensa de su sexo, anticipando el feminismo moderno. Discreta, elegante, bella, de poderoso intelecto, Juana Ramírez de Asbaje decidió convertirse en monja no por vocación religiosa, sino para poder mantenerse y dedicarse al oficio de las Letras. En su condición de huérfana, sin recursos económicos y sin interés por el matrimonio, ingresar a un convento era la opción más rentable. Sería el equivalente de una muchacha pobre de nuestros días que elige, por ejemplo, ser profesora o enfermera –sin una especial inclinación por estos oficios– a fin de llevar una vida decorosa.
Célebres son sus redondillas: “Hombres necios que acusáis / a la mujer sin razón, / sin ver que sois la ocasión, / de lo mismo que culpáis […]” Más que su valor literario, se aprecia en este poema un valor social.
En la Respuesta a Sor Filotea de la Cruz Juana Inés defiende su derecho a pensar por sí misma, un acto muy valiente si tomamos en cuenta el restrictivo contexto en que tuvo lugar. A partir de 1694, bajo la presión de los intolerantes prelados, la poeta dejó de publicar sus textos, aunque siguió escribiendo. Finalmente, se vio obligada a renunciar a las Letras. Murió en 1695 a causa de una epidemia de peste. Ya entrado el siglo, XX su vida y obra serían, lentamente, restituidas a su sitio de honor en la memoria mexicana y, aun, a la Historia Universal.
La ortodoxia continuaría prevaleciendo hasta principios del siglo XIX cuando se desencadenó la Guerra de Independencia: junto con las ideas de liberar al país se gestaba, también, una nueva mujer –aún habría de pasar más de un siglo antes de florecer una conciencia femenina moderna.
Doña Josefa Ortiz de Domínguez fue uno de los pilares que sostuvieron esta encarnizada lucha. Desde muy joven apoyó las ideas de libertad. Las tertulias organizadas en casa de los Domínguez eran verdaderos festines de poesía, música, obras de arte de vanguardia y disertaciones políticas, entre las que se fraguó la contienda.
Todos lo aprendimos en la primaria: el aviso oportuno de Josefa a los Insurgentes, la noche del 13 de septiembre de 1810, permitió que la Conspiración finalmente diera paso a la Batalla.
Acusada de traición a la Corona, Josefa habría de ser encarcelada, pero la vida pronto le permitió gozar los frutos de su labor patriótica.
Por supuesto, hubo una pléyade de mujeres insurgentes sin las cuales no podríamos hablar del México independiente, y no estaría yo, el día de hoy, escribiendo este artículo.
El año pasado, con bombo y platillo celebramos los doscientos años de nuestra Independencia. Mas, cabe preguntarnos, ¿hasta qué punto estos festejos contribuyeron a afianzar nuestra memoria y a cimentar un mejor futuro?
México es una pluralidad de rostros, ideologías y contextos. No es la nación unificada que muchas veces han querido ver nuestros gobernantes y profesores de escuela. Tenemos un sincretismo ideológico, vivencial y religioso.
No es igual la estructura psíquica de una joven mujer que ha crecido en el Distrito Federal y la de una muchacha tének de la sierra de San Luis Potosí. ¿Vive, cada una de ellas, dentro del “mismo” país?
Incluso, cuando no es demasiado grande la distancia geográfica, sí puede serlo la distancia psicológica.
¿Cómo podemos referirnos cabalmente a la posmodernidad, si en una buena parte de México ni siquiera se ha consolidado la modernidad? El estilo de vida en ciertas comunidades rurales no es muy distinto a como era hace más de 500 años. En las cabeceras municipales de las que dependen los poblados indígenas, a menudo se observan estructuras que recuerdan los usos y costumbres de la Nueva España: la ortodoxia religiosa tiene, aún, fuerte influencia en la comunidad; las diferencias raciales y socioeconómicas resultan muy evidentes y con frecuencia determinan el valor –tácito– que se le da a la persona. Dichas circunstancias no son privativas del ámbito rural, pero, definitivamente, es aquí donde están más acentuadas.
Hablar de las mujeres en la Historia es hablar de una lucha constante por pertenecer. ¿Es necesario, en pleno siglo XXI, un Día internacional de la Mujer, cuando la equidad de género debiera ser ya una conciencia colectiva?
El ser humano es propenso a olvidar, o más bien, a querer olvidar. Creo que estos recordatorios en nuestra sociedad son importantes. De aquí mi cometido de hacer una brevísima reseña, desde una óptica personal, de algunas de las mujeres que nos han signado el rumbo. Seguramente, tú, lector, podrás añadir a muchas otras.
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