Publicado en La Razón. Tampico, Tamaulipas. Martes, 22 de febrero de 2011.
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Cuando era niña, detrás de la casa de mis papás había un pequeño huerto. Crecían mangos, papayos, calabazas, naranjas, limones, chiles, anonas, tan sólo de recordarlo una sonrisa me asalta. Mi árbol favorito era un guayabo, cientos de gusanos lo apelambraban: como una gran alfombra verde se extendían a lo largo de las ramas. Allí, bajo su copa, me sentaba, en aquellas noches en las que aún podía verse el espinazo de la Vía Láctea rasgando el cielo. Oía los grillos, y jugaba con los cocuyos y las hormigas.
Con los años el huerto se fue volviendo menos fértil, seguía habiendo frutos, pero no tan abundantes. Una tarde, al volver de la escuela encontré mi guayabo hecho pedazos. Mi familia había decidido construir una cisterna –que mucha falta hacía–, y éste fue el primer árbol que echaron abajo. Algo de mí cambió bruscamente ese día. Nadie me advirtió que matarían a mi árbol. Nadie parecía saber que trepada en sus ramas había leído libros y comido galletas con miel.
Ahora que soy una mujer adulta el viejo guayabo apelambrado por gusanos se ha vuelto parte de mi mitología personal. Lo traigo a colación en poemas. En memorias reinventadas.
Tal vez la verdadera sabiduría consiste en aceptar la vida, sus dolores y sus gozos. O simplemente, vivir según nuestro destino. Qué sé yo.
A veces pienso que todo lo que escribo es para ese árbol. Creo que son estos sucesos, que nadie más parece ver, los que nos cambian, los que dirigen el rumbo de nuestras vidas. Esos terremotos domésticos acaecidos tras nuestra mirada.
Todas las vidas tienen algo de sordidez. No hay vidas ligeras. No hay pasiones pequeñas. Y muchos, muchas más gentes de las que uno puede notar a simple vista, están (¿estamos?) algo desquiciadas, pero existe un hilo conductor de la realidad.
Cierto, hay espíritus más sensibles, más intensos que otros. Esto no depende, fundamentalmente, del lugar donde uno esté, de la ropa que use o de lo que se meta en el cuerpo (si bien estos pueden ser factores que potencialicen la sensibilidad).
La diferencia entre el simple neurótico y el artista es que este último es capaz de transformar esa materia prima llamada dolor en algo bello. Para mí todo arte es bello, si no, no logro verlo como arte. No me refiero a lo “bonito”, sino al sentido estético de una obra que puede incluir lo grotesco, lo absurdo, lo irónico, lo dulce. La conjunción de elementos con un propósito estético. Aún cuando el creador mismo diga que está haciendo anti-arte o anti-poesía, o que escribe “nomás porque sí” o que su obra no significa nada, como yo lo veo, está aportando una pieza que encaja en el entramado de la belleza: no la contemplación pasiva desde una cúspide intelectual, sino la participación activa en la tarea, constante, de todo ser humano, de reinventarse.
Con los años el huerto se fue volviendo menos fértil, seguía habiendo frutos, pero no tan abundantes. Una tarde, al volver de la escuela encontré mi guayabo hecho pedazos. Mi familia había decidido construir una cisterna –que mucha falta hacía–, y éste fue el primer árbol que echaron abajo. Algo de mí cambió bruscamente ese día. Nadie me advirtió que matarían a mi árbol. Nadie parecía saber que trepada en sus ramas había leído libros y comido galletas con miel.
Ahora que soy una mujer adulta el viejo guayabo apelambrado por gusanos se ha vuelto parte de mi mitología personal. Lo traigo a colación en poemas. En memorias reinventadas.
Tal vez la verdadera sabiduría consiste en aceptar la vida, sus dolores y sus gozos. O simplemente, vivir según nuestro destino. Qué sé yo.
A veces pienso que todo lo que escribo es para ese árbol. Creo que son estos sucesos, que nadie más parece ver, los que nos cambian, los que dirigen el rumbo de nuestras vidas. Esos terremotos domésticos acaecidos tras nuestra mirada.
Todas las vidas tienen algo de sordidez. No hay vidas ligeras. No hay pasiones pequeñas. Y muchos, muchas más gentes de las que uno puede notar a simple vista, están (¿estamos?) algo desquiciadas, pero existe un hilo conductor de la realidad.
Cierto, hay espíritus más sensibles, más intensos que otros. Esto no depende, fundamentalmente, del lugar donde uno esté, de la ropa que use o de lo que se meta en el cuerpo (si bien estos pueden ser factores que potencialicen la sensibilidad).
La diferencia entre el simple neurótico y el artista es que este último es capaz de transformar esa materia prima llamada dolor en algo bello. Para mí todo arte es bello, si no, no logro verlo como arte. No me refiero a lo “bonito”, sino al sentido estético de una obra que puede incluir lo grotesco, lo absurdo, lo irónico, lo dulce. La conjunción de elementos con un propósito estético. Aún cuando el creador mismo diga que está haciendo anti-arte o anti-poesía, o que escribe “nomás porque sí” o que su obra no significa nada, como yo lo veo, está aportando una pieza que encaja en el entramado de la belleza: no la contemplación pasiva desde una cúspide intelectual, sino la participación activa en la tarea, constante, de todo ser humano, de reinventarse.
En el recuerdo de aquel huerto veo una metáfora simple de la existencia, y el punto de partida para desarrollar –a la manera de Ezra Pound– “la capacidad de seguir siendo niña y asombrarme ante el mundo”.
¡Hola, Marisol! Esta entrada me ha encantado. Trae recuerdos de la niñez y comparto ese sentimiento que despierta el árbol en ti.
ResponderEliminarEs chocante que te pusieras debajo del árbol con tantos gusanos como dices tenía... ¿No pensabas que pudiera caerte alguno de ellos? ¡Con el repelús que dan algunos bichos...! jaja
Y bueno, el árbol desapareció pero sigue vivo en tu recuerdo y en tu corazón. Eso es muy bonito.
Y sí, sigue siendo un poco niña, que eso es bueno.
Me gusta como escribes.
Buen fin de semana. Un abrazo.
José
siempre he sentido una extraña y chocante atracción hacia los bichos.
ResponderEliminarGracias por los comentarios =)