Publicado en La Razón. Tampico, Tamaulipas. Martes 9 de noviembre de 2010.
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Recuerdo mis épocas de estudiante universitaria, a fines de los noventa, cuando la extensa investigación de Rogelio Díaz-Guerrero –pionero en el desarrollo de la psicología experimental en nuestro país– era uno de los temas favoritos de mis compañeros, entre clase y clase.
El mexicano pasivo y obediente-afiliativo es, según estos estudios, el tipo más común en la sociedad mexicana; se encuentra particularmente en las áreas rurales y en las provincias del centro y del sur de la República. Otros de los tipos más comunes son el “Rebelde activamente autoafirmativo”, el tipo con “control interno activo” –que trasciende la tradición y goza de gran libertad interna–, y el tipo con “control externo pasivo” que, diríamos, reúne en sí mismo los aspectos más negativos de nuestra cultura, entre los que destaca el machismo.
En esta búsqueda por reconocerme en los otros, llegaría también a mis manos el imprescindible ensayo de Octavio Paz, El laberinto de la soledad, donde se hace patente nuestra soledad interna, nuestro juego de máscaras y la búsqueda de identidad en una nación que no ha llegado a la madurez, que es, aún, adolescente.
Díaz-Guerrero y Paz, uno desde el estudio metodológico y el otro a partir del ensayo literario-filosófico, aportan su visión para desentrañar lo que nos configura como pueblo.
Un trabajo, sin duda precursor del estudio antropológico contemporáneo es el de Oscar Lewis, que en los años cincuenta del siglo pasado reseñó vivencialmente la situación de cinco familias, habitantes de la ciudad de México. Su originalidad consiste en mostrar la pobreza no sólo como un estrato socio-cultural, sino como un estilo de vida arraigado en la conciencia. La edición del libro Antropología de la pobreza, del Fondo de Cultura Económica, es accesible para apreciar esta investigación.
Reflexiono, de manera particular, sobre estas cuestiones. En la vasta región huasteca que, ya sabemos, abarca fracciones de seis estados, vemos numerosos escenarios donde los extremos, la pobreza y la opulencia; la identidad y el desarraigo, se tocan.
Aún ahora, entrado el nuevo milenio, por ciertos rumbos de la Huasteca –también en otras áreas del país–, se alude únicamente a las personas de piel blanca como “gente de razón”. Me parece que este tipo de percepciones extremistas, que subsisten desde tiempos de la conquista, son parte esencial de los elementos que no nos han permitido dejar atrás el nivel de pueblo subadministrado. Que nos conforman, a pesar de nuestras riquezas naturales, lingüísticas y sociales, como una nación esencialmente en conflicto y con numerosas áreas marginadas.
En esta época en que los intelectuales ya no son líderes de las masas, nos queda asumir mayores responsabilidades como individuos. Siguiendo los preceptos Jungianos diré que sólo a partir de la individuación podemos, de manera íntegra, ser parte de la comunidad. ´
Recuerdo mis épocas de estudiante universitaria, a fines de los noventa, cuando la extensa investigación de Rogelio Díaz-Guerrero –pionero en el desarrollo de la psicología experimental en nuestro país– era uno de los temas favoritos de mis compañeros, entre clase y clase.
El mexicano pasivo y obediente-afiliativo es, según estos estudios, el tipo más común en la sociedad mexicana; se encuentra particularmente en las áreas rurales y en las provincias del centro y del sur de la República. Otros de los tipos más comunes son el “Rebelde activamente autoafirmativo”, el tipo con “control interno activo” –que trasciende la tradición y goza de gran libertad interna–, y el tipo con “control externo pasivo” que, diríamos, reúne en sí mismo los aspectos más negativos de nuestra cultura, entre los que destaca el machismo.
En esta búsqueda por reconocerme en los otros, llegaría también a mis manos el imprescindible ensayo de Octavio Paz, El laberinto de la soledad, donde se hace patente nuestra soledad interna, nuestro juego de máscaras y la búsqueda de identidad en una nación que no ha llegado a la madurez, que es, aún, adolescente.
Díaz-Guerrero y Paz, uno desde el estudio metodológico y el otro a partir del ensayo literario-filosófico, aportan su visión para desentrañar lo que nos configura como pueblo.
Un trabajo, sin duda precursor del estudio antropológico contemporáneo es el de Oscar Lewis, que en los años cincuenta del siglo pasado reseñó vivencialmente la situación de cinco familias, habitantes de la ciudad de México. Su originalidad consiste en mostrar la pobreza no sólo como un estrato socio-cultural, sino como un estilo de vida arraigado en la conciencia. La edición del libro Antropología de la pobreza, del Fondo de Cultura Económica, es accesible para apreciar esta investigación.
Reflexiono, de manera particular, sobre estas cuestiones. En la vasta región huasteca que, ya sabemos, abarca fracciones de seis estados, vemos numerosos escenarios donde los extremos, la pobreza y la opulencia; la identidad y el desarraigo, se tocan.
Aún ahora, entrado el nuevo milenio, por ciertos rumbos de la Huasteca –también en otras áreas del país–, se alude únicamente a las personas de piel blanca como “gente de razón”. Me parece que este tipo de percepciones extremistas, que subsisten desde tiempos de la conquista, son parte esencial de los elementos que no nos han permitido dejar atrás el nivel de pueblo subadministrado. Que nos conforman, a pesar de nuestras riquezas naturales, lingüísticas y sociales, como una nación esencialmente en conflicto y con numerosas áreas marginadas.
En esta época en que los intelectuales ya no son líderes de las masas, nos queda asumir mayores responsabilidades como individuos. Siguiendo los preceptos Jungianos diré que sólo a partir de la individuación podemos, de manera íntegra, ser parte de la comunidad. ´
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