Publicado en La Razón. Tampico, Tamaulipas. Martes, 1 de junio de 2010.
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Mi abuela fumaba. Corría la década de los cuarenta del siglo pasado, y criaba cinco hijos en un rincón de Tezizapa. Cada tarde, esperaba repuntar la silueta de mi abuelo a lo lejos, con un puro en la boca. Lo hacía ella misma, envolviendo hojas de tabaco “del fuerte”. Un día se sintió como asfixiada y, simplemente, lo dejó. No ha vuelto a fumar en más de sesenta años.
Muchos quisiéramos hacer a un lado las cosas que ya no queremos en nuestra vida, así como así. En un instante. Y seguir.
No es un secreto que el trabajo escritural se asocia a menudo con la nicotina, cuando no con otros estimulantes. Definitivamente hay escritores abstemios y, creo, en la vorágine de satisfacciones inmediatas, ya eso es una ruptura.
En lo personal, raramente puedo escribir sin una taza de café caliente. Me excuso diciendo que tiene antioxidantes. La verdad es que busco la sensación de placer. Es una herencia cultural: en casa empezamos a beber café desde pequeños.
En el caso del tabaco, la primera inhalación es una avenida de tráfico pesado de la que es difícil retornar.
Uno piensa en el aguijón del deseo. El anhelo por la siguiente bocanada de humo. Lo difícil que puede ser abandonar este hábito, aún después de ver por internet la imagen de un pulmón carcomido por el cáncer. ¿Es acaso ese instinto de muerte, el oscuro Tánatos, que nos impele a ir tras la siguiente dosis?
No es una cuestión de moralidad sino de salud. Vayamos definiendo este término que, según la Organización Mundial de la Salud (OMS), no sólo se refiere a la ausencia de enfermedad, sino al completo estado de bienestar físico, mental y social –desde este punto de vista, quizá el número de personas “saludables” no es tan alto como quisiéramos.
El consumo de tabaco es la segunda causa de muerte a nivel mundial (la primera es la hipertensión) y es responsable de la muerte de uno de cada diez adultos, de manera global.
Ahora ha comenzado a circular por los medios la imagen de un niño indonesio de dos años de edad, que fuma hasta dos cajetillas al día. ¿Insólito? ¿Un signo de nuestros tiempos o un eco de la comunidad primitiva?
Ayer celebramos el Día Mundial contra el Tabaquismo. Pensé en mi abuela, que tiene ochenta y ocho años, y se aferra a la vida. Pensé en mi hijo, que está creciendo en la marea del siglo. Recordé el huerto que había junto a la casa de mis padres, cuando era niña, donde la felicidad consistía solamente en tirarse sobre la hierba a oír el rumor del viento.
Y lo mejor que se me ocurrió hacer fue apagar mi cigarrillo.
Muchos quisiéramos hacer a un lado las cosas que ya no queremos en nuestra vida, así como así. En un instante. Y seguir.
No es un secreto que el trabajo escritural se asocia a menudo con la nicotina, cuando no con otros estimulantes. Definitivamente hay escritores abstemios y, creo, en la vorágine de satisfacciones inmediatas, ya eso es una ruptura.
En lo personal, raramente puedo escribir sin una taza de café caliente. Me excuso diciendo que tiene antioxidantes. La verdad es que busco la sensación de placer. Es una herencia cultural: en casa empezamos a beber café desde pequeños.
En el caso del tabaco, la primera inhalación es una avenida de tráfico pesado de la que es difícil retornar.
Uno piensa en el aguijón del deseo. El anhelo por la siguiente bocanada de humo. Lo difícil que puede ser abandonar este hábito, aún después de ver por internet la imagen de un pulmón carcomido por el cáncer. ¿Es acaso ese instinto de muerte, el oscuro Tánatos, que nos impele a ir tras la siguiente dosis?
No es una cuestión de moralidad sino de salud. Vayamos definiendo este término que, según la Organización Mundial de la Salud (OMS), no sólo se refiere a la ausencia de enfermedad, sino al completo estado de bienestar físico, mental y social –desde este punto de vista, quizá el número de personas “saludables” no es tan alto como quisiéramos.
El consumo de tabaco es la segunda causa de muerte a nivel mundial (la primera es la hipertensión) y es responsable de la muerte de uno de cada diez adultos, de manera global.
Ahora ha comenzado a circular por los medios la imagen de un niño indonesio de dos años de edad, que fuma hasta dos cajetillas al día. ¿Insólito? ¿Un signo de nuestros tiempos o un eco de la comunidad primitiva?
Ayer celebramos el Día Mundial contra el Tabaquismo. Pensé en mi abuela, que tiene ochenta y ocho años, y se aferra a la vida. Pensé en mi hijo, que está creciendo en la marea del siglo. Recordé el huerto que había junto a la casa de mis padres, cuando era niña, donde la felicidad consistía solamente en tirarse sobre la hierba a oír el rumor del viento.
Y lo mejor que se me ocurrió hacer fue apagar mi cigarrillo.
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