Publicado en La Razón. Tampico, Tamaulipas. Martes 29 de junio de 2010.
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“El tiempo no existe para ti”, llegó a decirme un camarada, hace unos años, cuando mi escritura nacía en el último asiento de un micro, en la esquina de alguna banca, a los pies de un árbol o en la calurosa humedad de mi departamento. El acto de la escritura significaba soledad.
Me vino esto a la mente luego de ver en el blog de la poeta Minerva Salado (http://esquinaconbanca.blogspot.com/), una fotografía de Carlos Monsiváis (tomada de El Universal), en su reino de letras, con ese gesto sereno y afable que sólo es posible en los hombres que habitan una región eterna.
Un rápido sondeo en el ciberespacio me da, apenas, una idea de la gran cantidad de personas, de todo tipo, que se han despedido de él con melancolía.
Esta imagen del hombre apaciblemente sentado en el brazo de un viejo sillón –como diría sor Juana, con el sosegado silencio de los libros–, me remite a la intimidad y la belleza del acto creativo.
“Todos vivimos lo necesario”, dice Borges en un artículo dedicado a Percy Bysshe Shelley, quien no pasaba los treinta años cuando su pequeña embarcación naufragó. El gran cronista mexicano tenía cumplidos setenta y dos, al momento de su partida y, sin embargo, también era joven. Sigue siendo joven. La auténtica vitalidad no está en el número de horas que hemos pisado la Tierra sino en la fortaleza de nuestro espíritu. En la frescura de la Palabra.
¿Vivió lo necesario? Muchos, al escuchar la noticia de su fallecimiento, pensamos de inmediato: “Ojalá hubiera seguido escribiendo por otros diez, veinte o cincuenta años”. La verdad es que ya forma parte del imaginario colectivo mexicano y continuará presente en múltiples formas, así como siguen caminando entre nosotros los amorosos de Sabines o las calaveras de Posada.
Tengo en mis manos una edición actualizada de Los mil y un velorios, crónica de la nota roja en México, que el año pasado recibí como obsequio con motivo del Día Nacional del Libro. Me pregunto quién añadirá los nuevos capítulos. Dice el autor en su Epílogo discreto al pie de un moridero: “¿Existirá alguna vez el epílogo o éste también ha sido víctima de un levantón?”
Al principio de esta columna recordé cuando el acto de escribir significaba un querer estar al margen del tiempo y del mundo. Ahora que llevo los roles de madre y profesora y vecina, escribo con el televisor prendido, entre noticieros y caricaturas; entre un golpe y otro de la puerta, el recibo de la luz y los vendedores de cosméticos; escribo con ruido, con la casa llena de gente y las ventanas abiertas.
Me vino esto a la mente luego de ver en el blog de la poeta Minerva Salado (http://esquinaconbanca.blogspot.com/), una fotografía de Carlos Monsiváis (tomada de El Universal), en su reino de letras, con ese gesto sereno y afable que sólo es posible en los hombres que habitan una región eterna.
Un rápido sondeo en el ciberespacio me da, apenas, una idea de la gran cantidad de personas, de todo tipo, que se han despedido de él con melancolía.
Esta imagen del hombre apaciblemente sentado en el brazo de un viejo sillón –como diría sor Juana, con el sosegado silencio de los libros–, me remite a la intimidad y la belleza del acto creativo.
“Todos vivimos lo necesario”, dice Borges en un artículo dedicado a Percy Bysshe Shelley, quien no pasaba los treinta años cuando su pequeña embarcación naufragó. El gran cronista mexicano tenía cumplidos setenta y dos, al momento de su partida y, sin embargo, también era joven. Sigue siendo joven. La auténtica vitalidad no está en el número de horas que hemos pisado la Tierra sino en la fortaleza de nuestro espíritu. En la frescura de la Palabra.
¿Vivió lo necesario? Muchos, al escuchar la noticia de su fallecimiento, pensamos de inmediato: “Ojalá hubiera seguido escribiendo por otros diez, veinte o cincuenta años”. La verdad es que ya forma parte del imaginario colectivo mexicano y continuará presente en múltiples formas, así como siguen caminando entre nosotros los amorosos de Sabines o las calaveras de Posada.
Tengo en mis manos una edición actualizada de Los mil y un velorios, crónica de la nota roja en México, que el año pasado recibí como obsequio con motivo del Día Nacional del Libro. Me pregunto quién añadirá los nuevos capítulos. Dice el autor en su Epílogo discreto al pie de un moridero: “¿Existirá alguna vez el epílogo o éste también ha sido víctima de un levantón?”
Al principio de esta columna recordé cuando el acto de escribir significaba un querer estar al margen del tiempo y del mundo. Ahora que llevo los roles de madre y profesora y vecina, escribo con el televisor prendido, entre noticieros y caricaturas; entre un golpe y otro de la puerta, el recibo de la luz y los vendedores de cosméticos; escribo con ruido, con la casa llena de gente y las ventanas abiertas.
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Pero, sí, se puede vivir escribiendo, adentro del mundo, en lo hondo del tiempo. Acerca de la gente y para la gente. El rostro de Monsiváis, su pulso afable en mi biblioteca, me lo recuerda.
Pero, sí, se puede vivir escribiendo, adentro del mundo, en lo hondo del tiempo. Acerca de la gente y para la gente. El rostro de Monsiváis, su pulso afable en mi biblioteca, me lo recuerda.
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