Publicado en La Razón. Tampico, Tamaulipas. Martes 2 de febrero de 2010.
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El pueblo mexicano, dice Pellicer, tiene dos obsesiones, el gusto por la muerte y el amor a las flores. Así, vemos a la muerte en los retratos surrealistas de Frida Kahlo, en los grabados de Posada o paseando en la Alameda Central junto a Rivera. Hallamos su rostro desdentado en las esculturas prehispánicas y sus relatos en los poemas que ensalzan la Guerra Florida.
La Parca pierde su sentido estético cuando recorre las calles de las ciudades, no para visitar los altares con cempasúchil, sino para violentar nuestros derechos más básicos, por ejemplo, el de respirar sosegadamente.
Una referencia bastante conocida donde las palabras delito, feminicidio y masacre, son lugar común, es Ciudad Juárez. Y no vayamos lejos, ya no hay pueblo tranquilo en nuestra querida nación.
Ahora nos preguntamos, si este habitar con la muerte, convivir con el crimen, hunde su raíz psicológica en nuestro pasado anterior a la conquista. Recientemente se ha abierto el debate acerca de los sacrificios humanos y la antropofagia realizados en Mesoamérica. En especial, lo que concierne a los Mexicas. Precisamente, la revista Letras Libres (enero 2010. No. 133) le ha dedicado un número especial a esta discusión. Acabo de leer, como parte de la sección “cartas cruzadas”, unas líneas de Pablo Escalante Gonzalbo, experto en el orbe prehispánico: “La historia indígena necesita ser justificada; y el apremio por hacerlo nos quita objetividad y detalle. Sin duda esto afecta, especialmente, a la explicación del sacrificio humano, también de la antropofagia”.
Tendemos a dividir nuestro acontecer en historia y etnohistoria, quizá porque nos resulta difícil conjuntar las dos realidades: la de los pueblos antiguos –que aún tiene descendientes directos– y la contemporánea, donde prácticamente todo se va occidentalizando.
Muchos pensadores han reconocido la universalidad del sacrificio humano. El hombre, por diversos motivos, religiosos o sociales, ha hecho del homicidio algo frecuente (las Cruzadas, en Europa, serían como un equivalente de nuestras Guerras Floridas). Sin embargo (vuelvo a citar a Gonzalbo), “la evidencia disponible –testimonios materiales y escritos– indica que en América la práctica de los sacrificios humanos fue más frecuente, más variada, más importante para la cultura”.
Estos puntos, por supuesto, requieren un análisis más amplio que el que alcanzamos en esta breve columna. No podemos soslayar, por otro lado, la existencia de un gran desarrollo en la filosofía, las ciencias y las artes, en la antigüedad mesoamericana. ¿Cómo comprender este espíritu sediento de sangre y de poesía?
Cierto es, que como la muerte parece ser un gusto, no sólo de los mexicanos, sino del mundo, y no siempre llega de manera natural, necesitamos leyes que nos rijan. Normas cuyo fin es cohabitar como civilización. Así festejamos –hasta por adelantado–, con un día de descanso, el hecho de contar con nuestra Carta Magna. ¿Y no sería un homenaje más real, acercarnos a México, conjugando el ayer y el ahora, para entender –y trascender– la génesis de nuestros conflictos? ¿No podríamos, así, finalmente, celebrar la vida y la libertad?
La Parca pierde su sentido estético cuando recorre las calles de las ciudades, no para visitar los altares con cempasúchil, sino para violentar nuestros derechos más básicos, por ejemplo, el de respirar sosegadamente.
Una referencia bastante conocida donde las palabras delito, feminicidio y masacre, son lugar común, es Ciudad Juárez. Y no vayamos lejos, ya no hay pueblo tranquilo en nuestra querida nación.
Ahora nos preguntamos, si este habitar con la muerte, convivir con el crimen, hunde su raíz psicológica en nuestro pasado anterior a la conquista. Recientemente se ha abierto el debate acerca de los sacrificios humanos y la antropofagia realizados en Mesoamérica. En especial, lo que concierne a los Mexicas. Precisamente, la revista Letras Libres (enero 2010. No. 133) le ha dedicado un número especial a esta discusión. Acabo de leer, como parte de la sección “cartas cruzadas”, unas líneas de Pablo Escalante Gonzalbo, experto en el orbe prehispánico: “La historia indígena necesita ser justificada; y el apremio por hacerlo nos quita objetividad y detalle. Sin duda esto afecta, especialmente, a la explicación del sacrificio humano, también de la antropofagia”.
Tendemos a dividir nuestro acontecer en historia y etnohistoria, quizá porque nos resulta difícil conjuntar las dos realidades: la de los pueblos antiguos –que aún tiene descendientes directos– y la contemporánea, donde prácticamente todo se va occidentalizando.
Muchos pensadores han reconocido la universalidad del sacrificio humano. El hombre, por diversos motivos, religiosos o sociales, ha hecho del homicidio algo frecuente (las Cruzadas, en Europa, serían como un equivalente de nuestras Guerras Floridas). Sin embargo (vuelvo a citar a Gonzalbo), “la evidencia disponible –testimonios materiales y escritos– indica que en América la práctica de los sacrificios humanos fue más frecuente, más variada, más importante para la cultura”.
Estos puntos, por supuesto, requieren un análisis más amplio que el que alcanzamos en esta breve columna. No podemos soslayar, por otro lado, la existencia de un gran desarrollo en la filosofía, las ciencias y las artes, en la antigüedad mesoamericana. ¿Cómo comprender este espíritu sediento de sangre y de poesía?
Cierto es, que como la muerte parece ser un gusto, no sólo de los mexicanos, sino del mundo, y no siempre llega de manera natural, necesitamos leyes que nos rijan. Normas cuyo fin es cohabitar como civilización. Así festejamos –hasta por adelantado–, con un día de descanso, el hecho de contar con nuestra Carta Magna. ¿Y no sería un homenaje más real, acercarnos a México, conjugando el ayer y el ahora, para entender –y trascender– la génesis de nuestros conflictos? ¿No podríamos, así, finalmente, celebrar la vida y la libertad?
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