Publicado en La Razón. Tampico, Tamaulipas. Domingo 4 de octubre de 2009
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Siempre he amado al mar. Cuando pronuncio la palabra eternidad pienso en él. “Ella”, habría dicho el viejo pescador de la famosa novela de Hemingway. La mar, entonces.
El océano –su oleaje en la costa, el reflejo de la luz solar sobre su transparente superficie– es el recuerdo de nuestro origen. En los días de tormenta el rugido de las aguas nos devuelve un eco del mundo primitivo, cuando el hombre miraba por primera vez, desnudo y asombrado, la furia de los elementos.
¿No te parece, al ver las olas agitando su nívea cabellera de espuma, que la naturaleza te habla en su lenguaje más íntimo?
En lo profundo de nosotros existe el deseo de retornar a los piélagos de donde emergieron nuestros ancestros. El miedo y la fascinación.
Raramente voy a la playa. Tengo un temperamento demasiado sensible y me reservo esas experiencias para ocasiones especiales. Me gusta ir por la tarde, al caer el telón anaranjado del crepúsculo, o ya entrada la noche. Soy de hábitos nocturnos. Busco la quietud (por ello jamás iré en semana santa o en verano). Prefiero el mar en invierno.
¿Has penetrado en las corrientes saladas, con marea baja, caminando de espaldas y en la madrugada? Uno hace cosas como ésta cuando acostumbra dormir poco y soñar demasiado.
Disfruto ser habitante del trópico. Andar descalza entre los médanos de arena –parafraseando a don José Sierra Flores– alumbrada por la luna y el farol de Miramar.
Es curioso, la vida nos ha llevado a mí y a mis hermanos a ser gente de puertos. Manuel, el mayor, pasó una buena temporada en Veracruz; Nadia vive en Coatzacoalcos; Mario y yo, en Tampico (o en Madero o en Altamira, que ya se tocan en diversos puntos).
Desde la calidez brillante de nuestros huapangueros (sus coplas fertilizadas con imágenes del Golfo) hasta la maravillosa exaltación de Charles Trenet, aquello de “la mer qu´on voit danser”, encuentro motivos para cantarle al Atlántico. Mi madre me dio a luz en esta orilla y todos los años que viví tierra adentro quise volver. A veces pienso que nací vieja y llena de nostalgias.
Quizá la gente de los puertos lleva en el alma un río. Y al caminar se desborda. Y ha de cerrar las escotillas del tiempo, echarse al hombro los rayos del Sol.
Es inevitable pensar en Alberti, ¿no lo crees? Decir, al igual que él, como si ya estuviéramos lejos de aquí, “¿por qué me desenterraste del mar?”
El océano –su oleaje en la costa, el reflejo de la luz solar sobre su transparente superficie– es el recuerdo de nuestro origen. En los días de tormenta el rugido de las aguas nos devuelve un eco del mundo primitivo, cuando el hombre miraba por primera vez, desnudo y asombrado, la furia de los elementos.
¿No te parece, al ver las olas agitando su nívea cabellera de espuma, que la naturaleza te habla en su lenguaje más íntimo?
En lo profundo de nosotros existe el deseo de retornar a los piélagos de donde emergieron nuestros ancestros. El miedo y la fascinación.
Raramente voy a la playa. Tengo un temperamento demasiado sensible y me reservo esas experiencias para ocasiones especiales. Me gusta ir por la tarde, al caer el telón anaranjado del crepúsculo, o ya entrada la noche. Soy de hábitos nocturnos. Busco la quietud (por ello jamás iré en semana santa o en verano). Prefiero el mar en invierno.
¿Has penetrado en las corrientes saladas, con marea baja, caminando de espaldas y en la madrugada? Uno hace cosas como ésta cuando acostumbra dormir poco y soñar demasiado.
Disfruto ser habitante del trópico. Andar descalza entre los médanos de arena –parafraseando a don José Sierra Flores– alumbrada por la luna y el farol de Miramar.
Es curioso, la vida nos ha llevado a mí y a mis hermanos a ser gente de puertos. Manuel, el mayor, pasó una buena temporada en Veracruz; Nadia vive en Coatzacoalcos; Mario y yo, en Tampico (o en Madero o en Altamira, que ya se tocan en diversos puntos).
Desde la calidez brillante de nuestros huapangueros (sus coplas fertilizadas con imágenes del Golfo) hasta la maravillosa exaltación de Charles Trenet, aquello de “la mer qu´on voit danser”, encuentro motivos para cantarle al Atlántico. Mi madre me dio a luz en esta orilla y todos los años que viví tierra adentro quise volver. A veces pienso que nací vieja y llena de nostalgias.
Quizá la gente de los puertos lleva en el alma un río. Y al caminar se desborda. Y ha de cerrar las escotillas del tiempo, echarse al hombro los rayos del Sol.
Es inevitable pensar en Alberti, ¿no lo crees? Decir, al igual que él, como si ya estuviéramos lejos de aquí, “¿por qué me desenterraste del mar?”
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