Publicado en La Razón. Tampico, Tamaulipas. Domingo 6 de septiembre de 2009
Hay días en que las palabras me saben a hojas de guayabo, a manzana de monte, a la gruesa raíz de la Reina del agua que flota en los esteros. Días como hoy, que amanecen azules (sin lluvia), con la promesa de caer rodando por los siglos hasta un lugar sin nombre.
Las horas se hacen frutas y la tinta suave de sus jugos moja la arena donde voy dejando mis huellas. Es entonces cuando pienso en ti, Eusebia. Tu voz de barro. Tu sentencia breve: “todos morimos, la pelona no escoge”. El tiempo pasa. Yo era una niñita y me decías esto, sentada junto a la lumbre de mayo, al pie de una escalera.
Hoy desperté con el deseo de abrir una ventana y aspirar el aroma de un campo virgen. Pero no. Aquí está el libro. Es mi rostro el que aparece en la solapa, y una mesa (no un campo), donde germina la mies de los significados.
¿Qué te cuento, abuela? Es uno de estos días que se esperan durante años, pero uno no sabe por qué los espera. Simplemente anhelamos que el reloj avance hasta que sus manecillas rasguen la realidad.
Tal vez yo sólo quería leer para ti. Hilvanar las líneas precisas del amor en un lenguaje vivo.
Estoy rodeada de libreros, de gente que ha venido a oírme decir tu poema. ¿Se oye bien mi voz en la sala?, ¿qué tal me sienta el brillo que ha dejado el Sol en mis ojos?, ¿puedes ver al corazón a punto de salirse por los resquicios de mi piel?
Las palabras siguen teniendo un sabor a yerbas, a corteza de mango y cacao. Escucho, atenta, a dos poetas que han leído este libro (mi libro, el que te dije, el de portada verde con tu historia dentro). Voces alzadas como obeliscos en medio del escenario: Eduardo Uribe y Arturo Castillo. El primero me dirige hacia el pensamiento; el otro hacia las sensaciones. Eduardo, el Ser y la eternidad; Arturo, la tierra y el Atlántico.
Miro de reojo a la amiga, la cómplice, la mujer que ha convertido en objeto las danzas de mi pluma: Ana Elena Díaz Alejo.
Se ha roto el silencio: peces, cantos, pinturas, flores. Un estremecimiento de colibrí. Es ahora cuando pienso en ti, Eusebia, en tu barriga caliente, la espesura de tu trenza, los pliegues negros de tu rebozo. El día se angosta, ya, achica sus minutos. Éste es tu libro, abuela, “Tiempo sin orillas”, el que le dictaste a mis células antes de nacer, ¿lo leerás conmigo una vez más?
Hay días en que las palabras me saben a hojas de guayabo, a manzana de monte, a la gruesa raíz de la Reina del agua que flota en los esteros. Días como hoy, que amanecen azules (sin lluvia), con la promesa de caer rodando por los siglos hasta un lugar sin nombre.
Las horas se hacen frutas y la tinta suave de sus jugos moja la arena donde voy dejando mis huellas. Es entonces cuando pienso en ti, Eusebia. Tu voz de barro. Tu sentencia breve: “todos morimos, la pelona no escoge”. El tiempo pasa. Yo era una niñita y me decías esto, sentada junto a la lumbre de mayo, al pie de una escalera.
Hoy desperté con el deseo de abrir una ventana y aspirar el aroma de un campo virgen. Pero no. Aquí está el libro. Es mi rostro el que aparece en la solapa, y una mesa (no un campo), donde germina la mies de los significados.
¿Qué te cuento, abuela? Es uno de estos días que se esperan durante años, pero uno no sabe por qué los espera. Simplemente anhelamos que el reloj avance hasta que sus manecillas rasguen la realidad.
Tal vez yo sólo quería leer para ti. Hilvanar las líneas precisas del amor en un lenguaje vivo.
Estoy rodeada de libreros, de gente que ha venido a oírme decir tu poema. ¿Se oye bien mi voz en la sala?, ¿qué tal me sienta el brillo que ha dejado el Sol en mis ojos?, ¿puedes ver al corazón a punto de salirse por los resquicios de mi piel?
Las palabras siguen teniendo un sabor a yerbas, a corteza de mango y cacao. Escucho, atenta, a dos poetas que han leído este libro (mi libro, el que te dije, el de portada verde con tu historia dentro). Voces alzadas como obeliscos en medio del escenario: Eduardo Uribe y Arturo Castillo. El primero me dirige hacia el pensamiento; el otro hacia las sensaciones. Eduardo, el Ser y la eternidad; Arturo, la tierra y el Atlántico.
Miro de reojo a la amiga, la cómplice, la mujer que ha convertido en objeto las danzas de mi pluma: Ana Elena Díaz Alejo.
Se ha roto el silencio: peces, cantos, pinturas, flores. Un estremecimiento de colibrí. Es ahora cuando pienso en ti, Eusebia, en tu barriga caliente, la espesura de tu trenza, los pliegues negros de tu rebozo. El día se angosta, ya, achica sus minutos. Éste es tu libro, abuela, “Tiempo sin orillas”, el que le dictaste a mis células antes de nacer, ¿lo leerás conmigo una vez más?
Eusebia es un espejo de tiempo... ahora conocemos tu sereno rostro de anciana.
ResponderEliminarCeleste Alba Iris