Publicado en La Razón. Tampico, Tamaulipas. Domingo 26 de julio de 2009
No hace mucho, con la pretensión de llegar a Chetumal, hice escala en Coatzacoalcos, en casa de mi hermana. Mi sobrina, de trece años, me preguntó por qué viajaba. “Quiero conocer mi país”, dije. Extrañada comentó: “no habías de gastar el tiempo así; cuando yo quiero conocer mi país veo un mapa”.
Cierto, para las novísimas generaciones la palabra “identidad” conduce a una dimensión más individual que la de hace tres o cuatro décadas. Y la mayoría de las veces recorrer el cuerpo del paisaje –por el simple placer de hacerlo– no resulta muy atractivo.
Si la cultura tiende a homogeneizarse y, gradualmente, el Yo desplaza a la comunidad, ¿tiene sentido seguir hablando de nuestras tradiciones, de lo que nos hace mexicanos y, más aún, habitantes de la Huasteca?
En la antigua Mesoamérica era importante preservar los conocimientos. Los hombres se valieron de distintos medios: calendarios, esculturas, ritos, ceremonias, códices y literatura oral. Sus ciudades eran mapas espirituales: la forma y disposición de los edificios decía algo concreto acerca de sus dioses, la constitución del universo y el origen de la vida.
En las urbes actuales el arte, la religión y el acontecer cotidiano son cosas separadas. Pero en las comunidades indígenas dichas esferas de existencia todavía están ligadas con fuerza. Quizá algún día esto cambie; ahora es una realidad presente. Ahora le queda espacio a las danzas y los rituales; al estero y la milpa.
¿No crees que en lo regional está contenido lo universal? La raíz que nos une entre nosotros, como mexicanos, también nos enlaza con el resto del planeta –y del Cosmos. Así, por ejemplo, la pintura mural de Tamohi, en San Luis Potosí, refleja no sólo la visión huasteca, sino las preocupaciones básicas de la humanidad: luz, oscuridad, vida, muerte.
Si transitas por las cordilleras, los ríos y las llanuras de México estarás descendiendo a tu ser más íntimo y, a la vez, volando hacia una dimensión comunitaria.
El punto de partida siempre es el mismo. Uno siente que comienza a tejer el hilo de los días desde su propia isla, pero somos parte del gran continente de la memoria.
No hace mucho, con la pretensión de llegar a Chetumal, hice escala en Coatzacoalcos, en casa de mi hermana. Mi sobrina, de trece años, me preguntó por qué viajaba. “Quiero conocer mi país”, dije. Extrañada comentó: “no habías de gastar el tiempo así; cuando yo quiero conocer mi país veo un mapa”.
Cierto, para las novísimas generaciones la palabra “identidad” conduce a una dimensión más individual que la de hace tres o cuatro décadas. Y la mayoría de las veces recorrer el cuerpo del paisaje –por el simple placer de hacerlo– no resulta muy atractivo.
Si la cultura tiende a homogeneizarse y, gradualmente, el Yo desplaza a la comunidad, ¿tiene sentido seguir hablando de nuestras tradiciones, de lo que nos hace mexicanos y, más aún, habitantes de la Huasteca?
En la antigua Mesoamérica era importante preservar los conocimientos. Los hombres se valieron de distintos medios: calendarios, esculturas, ritos, ceremonias, códices y literatura oral. Sus ciudades eran mapas espirituales: la forma y disposición de los edificios decía algo concreto acerca de sus dioses, la constitución del universo y el origen de la vida.
En las urbes actuales el arte, la religión y el acontecer cotidiano son cosas separadas. Pero en las comunidades indígenas dichas esferas de existencia todavía están ligadas con fuerza. Quizá algún día esto cambie; ahora es una realidad presente. Ahora le queda espacio a las danzas y los rituales; al estero y la milpa.
¿No crees que en lo regional está contenido lo universal? La raíz que nos une entre nosotros, como mexicanos, también nos enlaza con el resto del planeta –y del Cosmos. Así, por ejemplo, la pintura mural de Tamohi, en San Luis Potosí, refleja no sólo la visión huasteca, sino las preocupaciones básicas de la humanidad: luz, oscuridad, vida, muerte.
Si transitas por las cordilleras, los ríos y las llanuras de México estarás descendiendo a tu ser más íntimo y, a la vez, volando hacia una dimensión comunitaria.
El punto de partida siempre es el mismo. Uno siente que comienza a tejer el hilo de los días desde su propia isla, pero somos parte del gran continente de la memoria.
Hemos de reformular la pregunta: ¿qué nos identifica? Mientras hallamos la respuesta hay que echarnos a andar por los caminos, hacerle el amor a la Tierra, ¿no te parece?
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