El ejemplar de La Odisea que habita mi modesta biblioteca lleva en el mundo más años que yo. Una hermosa edición de Bruguera, de mil novescientos setenta y tres, que adquirió mi papá en sus épocas de estudiante.
Lamento no poder acercarme a la obra en su lengua original. Más aún, desearía escuchar los cantos con que el aedo amenizaba las reuniones en la Grecia antigua (oh, esta manía incurable por recrear el pasado).
No puedo soslayar una comparación, aunque quizá resulte obvia. Con La Iliada y La Odisea ocurre algo similar que con los Libros de pinturas en Mesoamérica: el traslado, a través del tiempo, desde la literatura oral hasta la letra escrita. La conciencia histórica entreverada con el mito.
Los códices mesoamericanos forman un matrimonio entre la pintura y el canto. Posteriormente, los españoles trasladarán el significado de los gráficos a la escritura alfabética; la épica griega, en cambio, llega a esta forma de escritura a través de sus propios medios, sin la intervención de otra cultura. Aún así el texto se ve transfigurado. Es aplicable aquí la reflexión de Miguel León-Portilla: "La oralidad ha sido siempre una acción viviente, su traslado a la escritura la priva de espontaneidad, así como de la posibilidad de un acompañamiento musical o de lo que podría haber sido su entorno sagrado o profano".
A pesar de las pérdidas (y ganancias) que atañen a una traducción, cuando ésta se realiza con atención y sensibilidad, pervive el espíritu del texto: la esencia de las ideas, ciertos ritmos del lenguaje, la profundidad literaria más allá de la simple anécdota.
La versión castellana de La Odisea hecha por don Luis Segalá Estalella es amigable y nos deja apreciar de cerca la gran belleza del poema homérico.
Felizmente, al abrir mi volumen de Don Quijote de la Mancha puedo disfrutar, de cabo a rabo, los juegos mordaces de la lengua. La delicia fonética española de principios del siglo XVII.
Grata sorpresa es descubrir en la pluma de Cervantes muchas de las palabras que acompañaron mi niñez. Se las escuchaba decir a mi abuela Eusebia; ella creció en Tezizapa, estado de Veracruz, donde (al igual que en muchas comunidades rurales) se habían conservado algunos modos del castellano antiguo (claro, mezclados con el vocabulario y la cadencia del náhuatl). Expresiones como así mesmo, escuridad y erutar. Por cierto, un arcaismo bellísimo de estas regiones es el de "recordar" por "despertar". Cada mañana, cuando se acercaba la hora de ir a la escuela, mi abuela tocaba mi puerta diciendo "ya recuérdate".
Cervantes vuelve a Homero, como ya lo ha hecho Virgilio y después Dante. El Quijote va de la mano del ideal, Dulcinea (la que fue Beatriz en Florencia) anhelante de su patria espiritual. En los siglos que vienen, con otro rostro, los lectores seguiremos buscando nuestra casa entre las aguas vinosas del Ponto e, inevitablemente, pasaremos por La Mancha.
Veo, a mi derecha, inquieto en el librero, mi volumen del Quijote. Seiscientas treinta páginas que me piden (me exigen) una relectura. Sí, los libros clásicos son amantes voluptuosos: una vez que nos conquistan no podemos sino retornar a los manantiales de sus letras. Les ha sido otorgado por los dioses el don de la juventud eterna.
* Margen derecho; centro: fragmento del códice Fejérváry-Mayer. Tomado del libro Códices de Miguel León Portilla.
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