Un día decidió encerrar sus pesadillas en una botella de vidrio azul. En un transparente carruaje se dirigió al país de la memoria y recorrió las miles de noches vividas desde su infancia. Uno a uno fue capturando los terribles sueños que la habían atormentado por casi tres décadas y los echó al hermético recipiente. Concluida la fatigosa tarea la mujer arrojó el envase a las aguas perdidas en que nada vuelve a ser. Caminó hasta su cabaña y se acostó en el mullido lecho. Súbitamente los párpados se le hicieron vapor y los ojos quedaron expuestos en las cuencas del cráneo como dos almejas rosadas. Las horas, albos alacranes, se descolgaron poco a poco del reloj de pared emponzoñándole la vigilia. Comprendió de pronto, mientras un aguijón sudoroso le cortaba el aliento, que había olvidado recluir el sueño en el que permanecía despierta por toda la eternidad.
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