Foto: A.P.
Cuando cierro un libro, la última palabra que alcanzo a leer se convierte en una herida. Sus fonemas danzarán con ligereza en mis neuronas o me perseguirán como galgos furiosos: puedo dejar que me devoren o domesticarlos en el papel.
Si acaso termino mi lectura en terremoto, descuartizar o abismo, regreso a las páginas y leo hasta encontrar algo que diga pájaro, cortesía o reloj.
Por las mañanas, mis ojos se dirigen instintivamente hacia el librero que está junto a mi cama y buscan, sobre el lomo de algún libro, el epígrafe de mi día.
Al encender un televisor, al saludar a otra persona, al pasar por un puesto de periódicos, estoy atenta a las frases que, como saltimbanquis, han de salir a la escena del mundo, para mí. Sólo para mí.
Cuando cierro un libro, la última palabra que alcanzo a leer se convierte en una herida. Sus fonemas danzarán con ligereza en mis neuronas o me perseguirán como galgos furiosos: puedo dejar que me devoren o domesticarlos en el papel.
Si acaso termino mi lectura en terremoto, descuartizar o abismo, regreso a las páginas y leo hasta encontrar algo que diga pájaro, cortesía o reloj.
Por las mañanas, mis ojos se dirigen instintivamente hacia el librero que está junto a mi cama y buscan, sobre el lomo de algún libro, el epígrafe de mi día.
Al encender un televisor, al saludar a otra persona, al pasar por un puesto de periódicos, estoy atenta a las frases que, como saltimbanquis, han de salir a la escena del mundo, para mí. Sólo para mí.
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