Literatura & Psicología

11.1.15

Gasterópodo, recensión por Silvia Favaretto

Gasterópodo, Ediciones El Humo, 2014 (Col. Ojo cautivo). 

Desde la feminidad escribe Marisol Vera Guerra, no una feminidad tradicional sumisa, dulce y placentera, sino de la nueva feminidad del siglo XXI: una mujer que sabe exactamente cuál es su lugar (o sea cualquier lugar), cuál es su rol (un rol típicamente suyo porque ella lo ha elegido y no porque otros se lo hayan impuesto) y que no hay límites a su propia fuerza y energía, ni siquiera el amor que demasiadas veces nos condiciona, ni la muerte que sólo al dejarla nos limita.

El gasterópodo que titula este libro es la misma Marisol, con su casa a cuestas, erótico caracol vagabundo, porque su casa es ella misma y es la poesía quien le habita. Como ella y distintas de ella son las mujeres “que viven dentro de una casa/ esto puede parecer normal/ completamente lógico/ porque/ para eso  sirven las casas/ para ser habitadas por Ellas”. Un mismo género, un mismo sufrimiento, un mismo amor controvertido las estruja entre las cuatro paredes domésticas, pero Marisol ha elegido otro camino, ha elegido la Libertad. Y para eso se ha convertido ella misma en su casa y en la casa de sus seres queridos. Ella, es habitada por un bebé. Ella misma es caparazón y alimento, refugio y custodio,envoltura y cobijo, envase y cueva. El hombre no tiene cabida –sino momentánea, sino utilizable, sino limitada al placer– adentro de esa casa, pues él construye sólo paredes frágiles, que se derrumban con una respiración: “el otro   animal sin concha  llega a la mitad del día/ a vaciar la jarra de leche en el lavamanos/ a ensillar el caballo y a pulir las aldabas/ mientras Ellas abrazan las paredes como madreselvas/ soportando el peso exacto de la construcción”. La morada del cuerpo es el único lugar en el que puede descansar la conciencia, junto a la poesía: “el aire que sube por la tubería es su sangre/ livianita oscura tibia al menos/ hasta que la cáscara del tiempo se desgaja”.

La familia es esa casa que en la poesía de Marisol parece la natural prosecución de su propio cuerpo: “veo dormir a mis hijos/ pequeños guisantes blancos envueltos por la calma/ cíclica/ matemáticamente/ ensamblados al continente del cuerpo”.

Hay una identificación, en este libro, de la autora con un personaje mitológico del que a la vez reniega: Ariadna que aparece como símbolo de una mujer renegada perteneciente al pasado, pero que sigue dejando su lastre en la conciencia de muchas: “ahora/ voy perdiendo el ansia de volar/ detesto mi reflejo/ inútil geometría en un pozo de mercurio (...)  como Ariaghne/ pobre pobrecilla/ aguardando al amante/ que vendrá con sangre de toro en los puños/ ¡tantos siglos!/ y las mujeres seguimos quedándonos dormidas a la orilla del océano”.

Conmovedora,la presencia de sus hijos a lo largo de la obra (Marisol es joven madre de tres) y las escenas por ella dibujadas tan nítidamente (la poeta también hace arte visual) nos catapultan en su mundo íntimo, como cuando la mujer encuentra en el piso una nuez (“pequeña y sola autocontenida en su mundo sola”) haciéndonos percibir la autoidentificación de preñada con ese objeto natural, y la salvadora y despreocupada reacción del hijo que al recibir la nuez en regalo la rompe en el suelo regalándole a su madre un recuerdo: “se la he obsequiado a mi hijo/ ella estrella contra el suelo y dice te acuerdas mami/ cuando partíamos nueces/ en nuestra otra casa      con un tubo rojo/   eran tan duras como ésta”. El niño de su poema relato, igual que nuestros hijos, custodio de la memoria, capaz demostrarnos el lado de la vida merecedor de ser vivido, alejándonos de la tragedia, simplemente siguiendo para adelante con levedad.

Pero Ariadna y los propios hijos de Marisol no son los únicos personajes que pueblan el cuerpo-libro-casa de la autora. Hay algunos referentes cultos a los que alude a lo largo de la obra (Heráclito, Yeats, Blake) y quiero destacar aquí a Sor Juana Inés de la Cruz, por ejemplo, celebérrima monja mexicana del siglo XVII que se entregó a la vida monástica para tener la oportunidad de estudiar y no terminar su vida en esa otra jaula que era, en ese tiempo, la vida familiar de una mujer. Marisol apostrofa directamente a Juana, “ínclita viajera de los sueños”:“quién sería / mi confesor    en aquel claustro/ si hubiésemos dormido abrazadas el hábito”.

El caracol que Marisol lleva encima es un vértigo que todo lo atrae y desde su centro aúlla: “yo/ soy un mapa un grito/ lluvia espiral que vuelve al centro de su sobresalto”.

Es una mujer que ha probado del sabor amargo de la vida, Marisol, y que sin embargo sigue mordiendo esa leche envenenada que alimenta la poesía “porque la realidad no existe es una mera palabra/  para cubrir esos incómodos huecos en el pensamiento/ dejados por dios al concluir su obra”. Y la obra de la escritora mexicana se concluye, en cambio, con el relato (en forma de poema y también de texto teatral) de lo que es el extraordinario, espantoso y milagroso momento de dar a luz otro ser humano: “no hay lluvia esta mañana/ sólo un ulular de vidrio en/ mi corazón/ largo pasillo donde las mujeres/ sangran/ como flores”. La poeta-mujer se hace uno con la naturaleza-creación: “el graznido de los cuervos al zurcir el tiempo/ ese minuto insano y triste que devora/ un poema entre la hierba/ donde las mariposas sueñan que son Yo soñándolas” y más aún en la pieza teatral: “¿Es éste el rostro de una mujer encinta?/ Algo tiembla, aquí dentro, y no logro definir/ si esun grito o un anfibio.”  Un libro escrito con rasgaduras en la piel, esto de Marisol Vera Guerra, tan hambriento de verdad, y tan rebosante de amor por la vida. 


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